domingo, 15 de diciembre de 2013

TO THE WONDER

Terrens Malick es un director que construye sus películas a partir de los silencios. Éstos construyen y reconstruyen las vivencias de los personajes creando laberintos en los que el espectador se va adentrando poco a poco en vidas tan asoladas por el sufrimiento y la desgracia como las propias. Tal vez por eso mismo, el cine de Malick, sea un cine para existencialistas y nihilistas. Aunque con sus imágenes poéticas crea una realidad más vívida que la que nos rodea, porque en su mirada desprotegida de mentiras y espejismos vacuos. Los personajes y nosotros mismos nos vemos reflejados en la crudeza de una vida mecida por los fríos vientos del destino, que de forma inescrutable y muchas veces cruel nos aleja de las costas donde la bonanza y la felicidad se despiden de nosotros sin que podamos hacer nada para cambiarlo. To the Wonder, es una película cargada de plasticidad, de sentimientos y de profundas cargas de esperanza, porque siempre debemos pensar que aunque la felicidad sea esquiva con nosotros si persistimos tarde o temprano daremos con ella, y la podremos disfrutar aunque sólo sea algunos segundos; unos segundos que atesoraremos como lo más preciado que nos ha ocurrido. Algo parecido sucede con las películas de Malick, te atrapan, y se enquistan en tu cerebro como un alma penitente, que viene a ti una y otra vez para recordarte lo insignificante que somos en este mundo en el que nos ha tocado vivir.

Terrens Malick es un director que construye sus películas a partir de los silencios. Éstos construyen y reconstruyen las vivencias de los personajes creando laberintos en los que el espectador se va adentrando poco a poco en vidas tan asoladas por el sufrimiento y la desgracia como las propias. Tal vez por eso mismo, el cine de Malick, sea un cine para existencialistas y nihilistas. Aunque con sus imágenes poéticas crea una realidad más vívida que la que nos rodea, porque en su mirada desprotegida de mentiras y espejismos vacuos. Los personajes y nosotros mismos nos vemos reflejados en la crudeza de una vida mecida por los fríos vientos del destino, que de forma inescrutable y muchas veces cruel nos aleja de las costas donde la bonanza y la felicidad se despiden de nosotros sin que podamos hacer nada para cambiarlo. To the Wonder, es una película cargada de plasticidad, de sentimientos y de profundas cargas de esperanza, porque siempre debemos pensar que aunque la felicidad sea esquiva con nosotros si persistimos tarde o temprano daremos con ella, y la podremos disfrutar aunque sólo sea algunos segundos; unos segundos que atesoraremos como lo más preciado que nos ha ocurrido. Algo parecido sucede con las películas de Malick, te atrapan, y se enquistan en tu cerebro como un alma penitente, que viene a ti una y otra vez para recordarte lo insignificante que somos en este mundo en el que nos ha tocado vivir. 

jueves, 3 de octubre de 2013

MOLINOS




Aunque llevo muchos años dedicándome a esto del psicoanálisis, nunca me había encontrado con un caso tan peculiar como el que me dispongo a comentar.
Aquel hombre entró en mi consulta con la cara desencajada, y sin que mi secretaria le diese permiso para entrar en mi despacho irrumpió en él como un coloso iracundo. Recuperó la compostura y se desplomó en el diván como un moribundo a punto de exhalar sus últimas palabras y me dijo:
—¡Discúlpeme, señor Freud! Sé que mi irrumpir de forma tan poco ortodoxa en su consultorio, pero estoy desesperado y esa desesperación ha sido la causante de mi actuación tan poco digna. Si me permite explicarme, usted estará de acuerdo conmigo en mi proceder y sabrá disculpar mi brutalidad y me vehemencia; ya que mis actos, aunque guiados por la mano temblorosa de un demente, están justificados por una sorda desesperación, que en ningún caso por una soberbia caprichosa o por la ligereza maleducada.
Mi enfermera entró como una exhalación pidiendo disculpas:
—Lo lamento muchísimo doctor, ni siquiera me ha respondido cuando le he dicho que usted no podía atenderle.
—No pasa nada Ann. Está bien. Por favor, cuando llegue el señor Pessoa, dígale que espere en la sala de espera.
—Muy bien doctor. Como usted diga.
Cerró la puerta detrás de sí y comenzó el extraño caso de un hombre que tenía una fobia de lo más peculiar.
Durante unos minutos no dijimos nada, me quedé esperando. Me recliné en mi sillón, cargué la pipa y esperé a que estuviese preparado. Por mi experiencia sabía que lo mejor era dejar que los pacientes empezasen, si los forzaba se cerraría y en ese estado sería casi imposible sacar nada en claro.
—Gracias, doctor. Lo primero será presentarme. Me llamo Miguel de Cervantes Saavedra, y tengo un miedo atroz a los molinos de viento.
—¿Cómo?, ¿tiene usted miedo a los molinos de viento? —le pregunté intentando disimular mi turbación ante el nombre que me había dicho.
—Sí, doctor. Molinos, siempre son los mismos. Son monstruosos, no puedo dejar de verlos, me persiguen. Y no importa que cierre los ojos. Están ahí, en silencio, moviendo sus gigantescas aspas, recordándome que moriré, esperando a que yo los descubra como si fuesen un juego de escondite macabro. No puedo más, doctor.
Intento fumar, pero mi pipa se había apagado. Contuve mis nervios, paseé la mirada por mi consulta y pensé sin quitarle la vista de encima. Lo que me dice este hombre me tiene muy desconcertado, molinos. Molinos volví a repetirme mentalmente mientras buscaba una cerrilla en el cajón. Qué cosa más extraña. He encontrado a lo largo de mi carrera todo tipo de patologías, pero molinos. No llegaba a entender la razón de esa imagen. Serpientes, puentes, árboles; hubiesen tenido algo de lógica, sin embargo, molinos. A lo mejor tendría algo que ver con el paso del tiempo y por eso él lo relacionaba con la muerte… Le di dos caladas profundas a la pipa y me llené los pulmones de humo, después, al mismo tiempo que lo expulsaba le dije a mi paciente: podría hablarme más de esos molinos, por favor.
—No sé qué puedo hacer. Estoy muy asustado, ya no puedo ni ir a trabajar. Salgo a la calle y allí están, plantados moviendo sus gigantescos brazos como su fuesen gigantes. Me van a despedir. Mi jefe me ha llamado, pero no quiero responderle; qué explicación podría darle: Señor Muñoz, tengo miedo, creo que unos molinos de viento me van a asesinar. A los compañeros que me he atrevido a comentarles mi mal, me han mirado con repulsión y me han dicho entre risas: debes dejar la bebida. Y lo peor es que soy abstemio. Nadie me comprende, doctor. Todo el mundo piensan que son locuras mías, que no estoy bien de la cabeza. Y ya ni siquiera dudo que no esté bien; está claro que algo dentro de mí no funciona como debería. ¿Pero qué podrá ser?
El paciente se echó a llorar sin control. Delante de mí tenía a un niño asustadizo; cuando entró en tromba en mi consulta era un hombre adulto, alto, cargado de hombros, algo enjuto de carnes, pero con un aplomo digno de admiración. Sin embargo, ahora, ha perdido como por encantamiento todo el porte señorial que antes mostraba. Me daba pena; sentí lástima por aquel hombre. Hice el amago de levantarme, sin embargo, me obligué a detenerme. No puedes interferir en estos momentos acercamientos paternalistas, me dije. Mejor esperé a que se calme. Seguí fumando, y el humo me ayudó a pensar.
Todos necesitamos desahogarnos.
—Lo siento —me dijo limpiándose los ojos con su pañuelo.
Distinguí algo de vergüenza en su mirada y en su voz. Lo tranquilicé:
—No se preocupe, es normal. A veces necesitamos explotar para poder recomponernos.
—Gracias, doctor.
—De nada —le dije. Y le alenté a proseguir—. Cuando quiera puede continuar.
—Llevo así varios meses. No puedo dormir, me da terror. Como mal, discuto con mi mujer, ya no hablo con mis amigos. Me estoy volviendo completamente loco. Doctor, no sé qué hacer. Quiero dejar de pensar en los molinos, deseo más que nada en este mundo conseguir que desaparezcan de mi vida…
—Entiendo… —le dije conciliador, aunque realmente no era así.
Me levanté de la silla y paseé por mi consultorio, miré el reloj y le dije:
—Señor Cervantes, su hora ha terminado. Debemos dejarlo por hoy. ¿Podría venir la semana que viene a la misma hora?
—Claro, doctor. Necesito que me ayude con esta locura que me está enquistando en un mundo irreal. Quiero sacármelos de la cabeza.
Se levantó del diván y me dio la mano. Se la estreché y lo acompañé hasta la puerta. Estaba claro que este hombre está muy mal, era un caso claro de esquizofrenia.
—¡Ah!, doctor. Tal vez debería decirle que en realidad no me llamo Miguel de Cervantes Saavedra —me dijo en la puerta con una sonrisa socarrona dibujada en la comisura de los labios.
—¿No? —le interrogué—. ¿Y cómo se llama, usted?
—Alonso Quijano.
Dicho esto, cerró la puerta detrás de sí. Volví a mi asiento, me dejé caer en el sillón y me golpeé la cabeza con las manos diciéndome una y otra vez burlonamente:
—Tonto, tonto, tonto…
Y lo que era peor, no me había pagado la consulta. Tonto, tonto…, seguí repitiéndome hasta que Fernando Pessoa entro en la consulta y entonces empezaron las metáforas y los sueños incumplidos.

EL HIJO DE KING KONG




Supongo que mi madre fue inmensamente feliz la noche de bodas al descubrir en mi padre una selva virgen para ella sola. El problema lo tengo yo, porque por desgracia para mí he heredado lo que más amaba mi madre en mi padre. A ella le encantaba que sus dedos se perdiesen en aquella selva inhóspita y bien poblada; pero para mí, es como si King Kong me hubiese poseído a traición, sin olvidar que a Marina no le gusta para nada el vello corporal. No me lo dice, pero puedo leer en sus ojos que ella hubiese deseado a un nadador, aparte de lo obvio: un cuerpo esculpido a base de piscinas y gimnasio, lo que era tanto como decir que mi mujer en sus sueños húmedos anhelaba a un Adonis perfecto, y que cuando echaba mano a mi pecho, sentía como si el eslabón perdido estuviese invadiendo su espacio vital y sus sueños. Algo que me mortifica, porque siento cómo sus dedos finos del color del coral, se baten en retirada como un ejército que se sabe vencido. Así me siento yo vencido y maldigo mentalmente a mi padre, ese oso prehistórico que me traspasó su carga genética sin pensar en las consecuencias, o a lo mejor él pensó de una forma más que arrebatada que todas las mujeres sería como mi madre, amantes de hombres con pelo en pecho, que más que hombres comunes, abandonaban la normalidad de la especie para introducirse de cuerpo entero en un mar de sargazos animales.
En esas me encontraba yo, con una mujer que odiaba el vello más que las incipientes arrugas que intentaba, sin conseguirlo, disimularlas con cremas que me costaba un riñón y medio. Estaba claro que hacerse viejo era algo malo, pero nada se podía comparar a ser el hijo del Yeti. En el trabajo los compañeros se reían a mis espaldas, las compañeras, fantaseaban con hacerme trenzas en la espalda y el pecho; algo que no me desagradaba aunque esté mal decirlo. Al menos alguna mujer me tocaría como yo deseaba. Porque últimamente sólo tenía un sueño recurrente: me veía en una peluquería y a un ejército de peluqueras con minifaldas haciéndome peinados imposibles. Sé que esto no puede seguir así, deseo decírselo a Marina, pero cada vez que lo intento un maldito ladrido es todo lo que puedo articular.
Tendré que buscar la forma de que este pelo de rastrafari lanudo desaparezca para que Marina me adore otra vez.

domingo, 29 de septiembre de 2013

EL PROFESOR

En la película de Tony Kaye plantea una búsqueda infrctuosa para encontrar los mil vacíos a los que la vida nos somete; centrándose en la figura borrosa de un profesor sustituto que escudado en esas sustantivad se convierte en un observador de una vida demasiado cruel y monótona como para entrar a formar parte de ella.
El profesor interpretado por Andrien Brody, un ser perseguido por los fantasmas del pasado y por su incapacidad de comprender la brutalidad y el desprecio como sus alumnos le tratan y se tratan. El único punto de color que encontramos en el film sería una joven prostituta que lo único que dese es la compañía de otro igual, de formar parte de una familia y con el profesor lo encuentra. La acoge en su apartamento como algo ocasional porque cree que será una forma de redención. Él se siente vacío y perdido, pero en ese laberinto vital en el que vive llega a distinguir una salvación nacida del amor, ya que este acto lo aleja de su propia autodestrucción, donde la vida no es más que una repetición infinita de días aburridos.
El profesor se siente debajo de una montaña de escombros. "Soy una persona inexistente, y aunque me ves no estoy."

sábado, 21 de septiembre de 2013

EL SILENCIO DE UN HOMBRE


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MATADERO

Siempre el mismo sueño, cada día al despertarme la misma sensación de soledad y ahogo. Mi vida antes tan sencilla, se estaba complicando por momentos, por culpa de esa maldita pesadilla. En el trabajo no rendía, los compañeros se reían de mí a mis espaldas. Ahora la sangre me levantaba el estómago, ¿mi carrera de matarife en la plaza de toros estaba a punto de terminar? ―me preguntaba sin encontrar una respuesta clara.
Era siempre el mismo toro de hierro, venía detrás de mí y pretendía comerme. Yo no podía correr por mi sobrepeso, me había convertido en un matador de toros pintado por Botero. Intentaba escapar de él, pero todos mis esfuerzos por menear mi desmesurada mole eran inútiles. El sudor me ahogaba, el aire se perdía antes de entrar en mis pulmones. Quería correr pero mis pies estaban clavados a la arena del ruedo. El toro se acercaba, sus colosales músculos crujían con cada movimiento. Lo observaba desde la distancia y temblaba de miedo. Al menos siempre me despertaba en el momento justo, cuando el astado abría la boca para engullirme de un solo bocado. 
Me levantaba de la cama con una pesadez insufrible, quería ser otro, pero la imagen del espejo me lo dejaba muy claro. No puedes cambiar, aunque lo desees, parecía decirme. No sabía qué pensar. Abrí la puerta de cristal del espejo y con la vista busqué las pastillas. Los calmantes me los tomaba a granel, me había convertido en un adicto a los analgésicos. Lo importante no eran los colores, sino lo que éstos hiciesen por mí. Poco a poco pasé de ser un experto matarife a un endeble mental. La culpa, toda la maldita culpa, la tenía ese nefasto sueño. Ese despreciable animal. No me dejaba en paz, lo sentía respirar en mi nuca cuando conciliaba el más liguero de los sueños. Sus pezuñas de metal me martilleaban sin descanso día y noche. Cuando entraba en la plaza a despedazar los toros de lidia me ponía enfermo. Los miraba aterrorizado porque encada uno de ellos veía la reencarnación de mi coloso; de mi pesadilla...
Había que terminar con él de una vez por todas. Salí del trabajo como cada día. Los compañeros con su bromas pesadas, yo sin decirles nada pero cagándome en la madre que los parió. Los dejé atrás con sus risas, me acerqué a la parada y esperé a que llegase el autobús. Las puertas se abrieron con un golpe seco, pero esta vez no me asusté porque las esperaba. Era como en mi sueño, las puertas se abrían de par en par y él salía embravecido. Mirando a un lado y a otro, hasta que mi cuerpo se interponía en su campo visual… Subí las escaleras con pasos lentos, me sentía algo mareado, pagué el importe y me senté. Me sequé el sudor que recorría mi frente bastante despejada; no podía más. Tenía los nervios destrozados, tantas noches sin dormir estaban pasándome factura. La hora se acercaba inexorable ―me repetí una y otra vez―. Con cada parada iba notando con más fuerza los resoplidos del animal, de mi alter ego, de mi igual. Bajé del autobús con dificultad. No tenía ganas de comer, pero me obligué a entrar en la panadería. La panadera me saludó:
―Manuel, ¿cómo van las cosas por el matadero, mucho trabajo? Oye, ¡tienes mala cara…!
No le respondí, para qué. Cogí la barra con desgana y la pagué. No estaba para nadie y menos para aquella cotilla. Ya en mi apartamento comí de forma frugal; no tenía hambre. Su presencia no me dejaba tragar. Fui hasta mi habitación, abrí el cajón de la mesilla, aparté los calcetines y los calzoncillos. Agarré con mi zarpa de oso el revólver. Lo observé con detenimiento y sin pestañear le grité como un niño rebelde a un padre despótico: ¡Te vas a joder! Hoy terminará todo para los dos.
Cargué las balas en el tambor, lo giré como un crupier experto. Me imaginé en una mesa redonda jugando a ser un piel roja sediento de sangre. Acaricié el gatillo y la bala hizo lo propio. La detonación me asustó, pero no tuve tiempo de reaccionar. El beso de la muerte ya estaba dentro de mí. Antes de perder el sentido por el impacto pude escuchar un mugido de cólera... Supongo que mis sesos se desparramarían por el cabezal de mi cama. No importa ―reflexioné―, ya vendrá la casera y lo limpiará todo.

martes, 17 de septiembre de 2013

PEACOCK







  Peacok juega a las realidades, a encontrar al Conejo Blanco de Alicia dentro de la taza de té del Sombrerero Loco. Los cambios de voz, de imagen entre hombre y mujer son frecuentes en el film, recalcando el travestismo psicológico a través del físico. Ciliam Murphy demuestra su capacidad para construir sin llegar a desentonar dos personalidades diametralmente opuestas, que pugnan cada una de ellas por salir a flote, por convertirse en la Reina de Corazones y el tímido Conejo Blanco. Lucha que se verá interrumpida por un fortuito accidente ferroviario, con el que se romperá la tranquilidad y con ella la finísima cordura del protagonista. 
Michael Lander, nos plantea una versión evolucionada y algo más lúcida del famoso y carismático Norman Bates de Psicosis. Mostrando a un ser vulnerable que lucha contra su parte oscura, desprotegido la mirada atenta de una "madre" castradora; aunque como en Psicosis, la sombra de la madre marca profundamente la mente y los actos del protagonista, que lucha continuamente con las dos caras de una misma moneda, y que avanza con paso seguro hacia su propia perdición.

sábado, 14 de septiembre de 2013

INSIDIOUS




La primera película de terror que desde hace años desde que vi el Exorcista puedo decir que me dio miedo, sentí esa angustia infantil cercana al infarto. La película nos va introduciendo en la pesadilla de una familia formada por dos niños pequeños y una niña recién nacida, algo que hace que nos sintamos más conectados con los padres, porque el sufrimiento que ellos irán experimentando a lo largo de la película, será el nuestro. Primero en una casa con tintes de casa encantada, y luego, en una segunda, donde la luminosidad no nos hará prever lo que ocurrirá después. Los sustos, sorpresas y demás elementos hacen que el género de terror sea eso, y lo consiguen dosificando con maestría la música, los sonidos ambientales, la obscuridad, y las apariciones que están muy bien conseguidas, porque logran por una parte atraparnos, y por otra, inquietarnos; algo que pocas películas del género consiguen, ya que lo normal es abusar de los sobresaltos, el típico asesino en serie que sale y parte por la mitad a la chica maciza que pasaba por allí, o al amigo con gafas que no se come un colín. El director James Wan junto a los guionistas David M. Brewer, John R. Leonetti, consiguen aprobar y con nota esta asignatura tan complicada como es el terror de calidad. Han conseguido con Insidious llevar a otro nivel el terror basado en exorcismos, en casas encantadas y en posesiones demoniacas, introduciendo los viajes astrales como una forma novedosa de posesión, esta vez a través de la coexistencia de dos mundos, el de los espíritus donde los viajeros astrales transitan con cierta libertad, sin olvidar el peligro que esto conlleva, y el nuestro. 

Así, entramos poco a poco en un carrusel de realidades que se van atomizando conforme avanza la película, ya que lo que al principio nos parece una familia normal, poco a poco, se va desprendiendo de esa normalidad convirtiéndose en una auténtica pensadilla, donde sólo podrán contar con la ayuda de una médium, personaje que se ve reinterpretado en este film por la utilización de una máscara de gas para comunicarse con su ayudante. Otros elementos a destacar en la película serían sus espíritus, muñecos sacados de un desván imposible donde reviven una y otra vez las atrocidades que cometieron; recordando en su eterno bucle los actos cometidos antes de su muerte. Con lo que el director recrea su propia visión de un purgatorio dantesco, gobernado por un demonio con aspecto de fauno. 



EL VIAJE




Cuando subí en la estación, no pensaba nada, sólo escapar de mí mismo, de aquella maldita sensación de ahogo. “Huir”, me dije, es una gran idea, “¿pero a dónde podría ir?”. “Debes tocar con los pies en tierra. Aquí, ahora, tu viejo oficio de inventor de historias no te sirve para nada. Sin saber muy bien cómo te has convertido en un maldito personaje. Sí, un personaje más de una de tus novelas, de uno de tus cuentos. Debes despertarte de una maldita vez”, me dije con ahogo. ¡Dios!, ¿cómo he llegado a esto? ¿Cómo he podido llegar a caer tan bajo? ¿Ya no puedo ni distinguir la realidad de mis fantasías? ¿Soy real o un mero espejismo de un alter ego que vive fuera, al otro lado del espejo? ¿Tengo cuerpo? ¿Tengo un alma que perder? ¿Tengo, un pensamiento al que pueda agarrarme? Muchas respuestas, demasiadas, cuando no existen las certezas y no puedes preguntarle a nadie. Cuando no hay otro que te puede decir: “Sí, capullo de mierda, eres real; pero qué te pasa tío. ¿Estás borracho o qué, joder?” hasta esas palabras malsonantes, grotescas; brillan ahora mismo por su ausencia. Qué no daría porque alguien, no nos importa ni el sexo, ni la edad, ni la raza ni la cultura; no quiero hacer un estudio de población; me insultase para al menos, durante algunos segundos decirme a mí mismo: “Bueno, soy real” ¿Soy real? No sé, porque esa otra persona también puede ser producto de la mente de un escritor, o que coexistamos en dos realidades paralelas, o no. No sé ni lo que digo, la verdad es que estoy medio ido. Mi mente está enferma, de eso no cabe duda. Nadie en su sano juicio se cuestionaría: “estoy loco”. Sabe que no está loco. Pero ahora mismo recuerdo, lo leí en alguna parte, lo escuché en la radio; no sé bien dónde fue la verdad. No puedo pensar con claridad y mucho menos recordar, sería un esfuerzo titánico para mis nervios. Me siento caer a más velocidad de la normal. Como si mi cuerpo de repente hubiese tomando la consistencia de un metal inmensamente pesado y el suelo me llamase como las sirenas a Odiseo. ¡Dios!, me he perdido otra vez en mis propias cavilaciones. “Céntrate”, me ordeno. No soporto este maldito calor. Me enjugo el sudor de la cara con mi pañuelo. Cuando lo miro el horror se apodera de mí. Se a teñido completamente de blanco. Me miro en una de las ventanillas del vagón; puedo elegir. No camino mucho, me incorporo y sin perder el reflejo de mi propio rostro distorsionado me siento noqueado. Me vuelvo a mi asiento y me dejo caer en él sin voluntad. ¿Quién era ese ser que me miraba fijamente?, me pregunto con espanto. La imagen reflejada era de un ser diferente a mí. Su cara era una máscara de carne sanguinolenta. Digo sus ojos, pero sería mejor decir mis ojos, se reducían a dos rendijas de luz. Aquello me puso muy nerviosos. Me senté lo más cómodamente que puede. Abrí la cartera del trabajo y sin llegar a mirarla, la lancé al otro lado del vagón. Maldición cada segundo. Levanté los puños al cielo del vagón. Y le grité con todas mis fuerzas: ¡¡¡No estoy loco hijos de la gran putaaa!!!
Después del desahogo, me sentía algo mejor. Caminé de un lado a otro del vagón y me dije, como si realmente yo me lo creyera: “No estoy loco. Sólo tengo la mente cansada…”
Sabía mejor que nadie que no podría escapar de mí mismo, de mis pensamientos, de las cosas malas que anidaban dentro de mi alma, de mi cerebro enfermo. Pero cuando entré en ese maldito vagón, las cosas, mi realidad, tal y como la conocía cambió. Ya sé que no creo que nadie pueda creer estas palabras si alguna vez, espero que la policía, o algún viajero ocasional, recojan esta grabadora y puedan escuchar este extraño viaje a los infiernos de mi propia mente. Intenté escribirlo, rememorar las viejas andanzas, sin embargo, las letras me bailaban delante de los ojos. Demasiado alcohol, puede ser; aunque no puedo, no debo perder de vista que la mente enferma nos juega siempre malas pasadas. Como digo, en esta cinta, podrán escuchar, al menos espero que mi voz sea lo suficientemente clara para ello; el terror que atenaza mis músculos, escribir, como ya he dicho, era imposible. Mi propia voz me está costando más de lo que nadie pudiera imaginarse. Es un esfuerzo titánico, algo que nadie podrá saber jamás, como digo, si no encuentran esta maldita grabadora, mi fiel compañera de fatigas. Hablo a la desesperada, sin saber muy bien por qué lo hago, sin comprender las razones que me mueven a este acto tan irracional. ¿Pero qué puede haber más irracional que dejarse morir sin luchar, sin intentar explicarte a ti mismo porqué no has podido refrenar una caída que veías venir desde hace tiempo? No sé la respuesta, y deseo que nadie que pueda escuchar esto me juzgue con maldad, pensando de mí: “Era un cobarde”. No, no lo soy y no lo fui, tan sólo puedo decir a mi favor que la mente es una poderosa contrincante y mis fuerzas son escasas, insuficientes para poder salvarme de ella.
El tiempo pasa, y las paradas nunca llegan. Es como esperar un eterno mañana, un mañana que deseamos más que a nuestra propia vida, pero que sin saber porqué se eterniza como las olas que pueblan los océanos de tiempo. Será que estoy dormido. Puede que esté soñando con una versión de soñando con algo parecido a un infierno en la tierra. “Podría ser”, me digo, con un hálito de esperanza. La Divina Comedia, de Dante. Pero por más que lo intento, no veo a Virgilio por ninguna parte. Al menos él tuvo el consuelo de un compañero, yo no tengo ni eso. Algunos podría decirme, sí, tienes a tu vieja compañera de viajes alucinatorios. Sí, diría, pero es tan inútil como el hecho de no tener nada. No puede calmar mi malestar, mi locura. Ella sólo puede recibir lo que yo digo, en ningún momento intentar aclarar o calmar lo que siento.
Me enjugo otra vez el sudor y pienso: “Para qué engañarme, nada merece la pena, nadie podría salvarme de mis pensamientos, esos seres que lentamente me están devorando las entrañas, no deseo vivir más”. Sí, lo sé, tal vez por eso entré sin saberlo en este vagón que no me lleva a ninguna parte. Como mucho a mi propio purgatorio. ¿A cuál? No sabría decirlo, no creo que nadie pueda decírmelo. O sí; la respuesta me la podría dar un Dios que fuera mucho más misericordioso, más benévolo. De eso estoy seguro. Si existiera un Dios así, yo mismo me sentiría mejor, podría decirle a la imagen que me devuelve el frío cristal del vagón: “No eres malo”. Sin embargo, no creo que haya nada parecido, al menos en este mundo, en esta realidad que me ha tocado vivir a mí. Tal vez en la otra realidad, en la que guarda mi imagen reflejada, seguro que en esa parte sí que existe ese Dios misericordioso. Ya me queda poco tiempo. ¿Por qué lo sé? No sabría cómo explicarlo, sólo sé que alguien, al otro lado de aquella puerta de metal me está mirando, estudiándome como a un cadáver exquisito. Con el deseo invisible de poder cortar mi carne, beber mi sangre… Tal vez, y digo, tal vez quiera esa de mí. Porque cómo podría asegurar algo cuando en realidad no sé si duermo o si estoy despierto, si estoy en el paraíso o en el infierno. Nada es real, nada es cotidiano en un mundo donde tú, sí, ni siquiera tú eres completamente real. Eres, como suele pasar en esta vida, retazos de una existencia que en tu infancia creías que era real, pero que al crecer, al pasar de niño a adulto has perdido, has ido dejando en el camino, sin poder evitarlo, sin pensarlo, sin desearlo, o a lo mejor deseándolo. Sí, deseándolo porque es una forma de darte mejor a los demás, de dejar de ser tú mismo para ser la imagen que los demás quieren de ti.
¡Dios!, qué me pasa. Quiero dejar este maldito vagón, pero no hace paradas, no hay nada, no hay nadie. O al menos yo no los veo. Quiero despertar. Me ordeno: “despierta”. Pero nada, el sueño o es muy pesado o es tan real como una pesadilla del gran maestro del misterio y el suspense, Poe revolotea sobre mi cabeza, como ese viejo cuervo suyo. No creo que nadie me pueda comprender, porque para hacer eso, deberían estar en mi infierno, en el infierno de mi carne, en el infierno de mi alma, en el infierno de mi mente enferma y cancerosa; porque definitivamente, debo tener algún cáncer maligno en ella. En el infierno en el que mis pensamientos, una vez descritos por mi voz rota toman cuerpo, alma, en esta cárcel de metal, en este mundo reducido en el que estoy atrapado. En otras palabras, son más reales que yo mismo, que la realidad que supuestamente vivo. Cómo puedo decir que yo no soy el único causante de esta muerte en vida. Yo fui el creador de este vagón que ahora me tiene prisionero. Eso es tanto como decir que yo mismo creé una habitación donde encerrarme para no salir jamás. Un día me desperté y sin saber cómo, allí estaba el germen de la idea. Quién las había puesto en mi mente, supongo que yo, era mi pensamiento, o no. Esas semillas de desidia, plantadas en mi fértil imaginación, crecieron sin control y me dieron la cotidianidad en la que me encuentro atrapado sin posibilidad de fuga. Estaba muy claro que algo pasaría, pero no quise ser consciente. Me dije: “mejor no pensar en ello, para qué. Nunca he sido dueño y señor de mis actos, ella, mi mente es la que decide siempre por mí. Mi cuerpo, la secunda sin discutir, sin buscar un simple pero…”. Sí, ¿para qué? No quiero pensar, por favor, que alguien apague la luz de mi cerebro. No quiero volverme más loco, no quiero perder el sentido de mí mismo, no deseo estar ido como siento cada vez con más fuerza. Por favor, que alguien, no me importa quien sea. Sólo alguien, lo suplico, alguien me despierte, me saque de esta pesadilla que no me lleva a ninguna parte. ¿A ninguna parte? No, no es cierto, me conduce a un mundo de locura, de pesadilla infecta. Por Dios, que alguien me saque de aquí. Que alguien me dispare con su arma de realidad. Que alguien diga: “pobre hombre” y que el sonido de sus monedas me saque de este letargo insoportable.
Ahora sé que todo quedará en eso, en deseos. Unos deseos que nadie los atenderá. Porque nadie hay en mi propio infierno. Ahora sé que la autodestrucción amasada desde hace tanto tiempo ha producido los efectos deseados. Ahora sé que nadie podrá protegerme nunca más. Ahora que ya sé que estoy en mi parcela, en mi parterre de los suicidas; donde la muerte se revivirá una y otra vez como una pesadilla que nunca acaba, que te visita cada noche como una amante deseosa de tu carne, de tus besos, de tu esencia. Puedo dejarme, al fin, perderme en mi propio mar de angustia. En mi soledad. Ahora sé, que nadie me despertará nunca. Y eso me da cierta paz; supongo que será la paz de los locos o la de los difuntos. Pero a mí me basta; es una paz buena, es una paz que me deja tranquilo. Ahora voy a dejar la grabadora a mi lado. La pararé y esperaré a que mi mente me inunde con su locura. Tampoco es importante. Nada importa, nada es lo suficientemente bueno o malo para poder soportar una vida que no encuentra ni encontrará sentido a mi estupidez. Así que, os deseo el peor de los sueños y la realidad más nefasta.

EL DETECTIVE Y LA SOMBRA






Os dejo un fragmento de mi nueva novela El detective y la sombra.


A veces, por desgracia más de las que me gustaba admitir, me tocaba dejarme caer por el videoclub, entrar en la sección de adultos, pasear la vista con ojos de lobo feroz y agarrar una de las mil películas expuestas como caramelos para niños malotes. Normalmente agarraba la que tenía la portada más guarra, eso es tanto como decir que elegía la película no por su contenido educativo, algo que ya conocía, sino por el ganado que llenaba hasta el último recoveco de la portada con carne turgente y deseable. Con mi previo bajo el brazo, salía de la sala con sus puertas al estilo tasca del oeste, y me paseaba diez o quince minutos, dependiendo de la culpabilidad o lo necesitado que estaba de soportar miradas inquisitoriales de la dependienta. Después de mi periodo de cuarentena, me acercaba a la sección infantil, cogía la última de Disney y me dirigía con paso firme al mostrador, donde la ridícula dependienta, miraría las películas, me miraría a mí y se taparía el exiguo escote, pensando de mí lo peor, porque ningún otro pervertido cogía a la vez una película de dibujos y una porno, para aquella pazguata la cosa no funcionaba así: o eras un pervertido o un amante de los niños, pero las dos cosas a la vez imposible.
Pagué las películas y le dediqué una sonrisa que sólo la saco en los momentos más jodido, como cuando atropellé a una anciana con la Poderosa y me di a la fuga, lo último que vio de mí, a parte del casco de la hormiga Atómica, fue una mueca sublime. Pues lo mismo le pasó a la dependienta del videoclub; mañana será otro día me dije mientras la puerta me daba en el culo.
Una vez en casa, inicie el ritual de cine para adultos: metí el Dvd en el reproductor, ya que era la única cosa que conseguiría meter aquella tarde-noche, encendí el televisor y una vez preparado los avituallamientos, por nada del mundo quería que me diese una maldita pájara en medio de una escena excitante. Canté mentalmente la lista: paquete de pañuelos, una cervecita para hidratarse, tres pitillos para los momentos más salvajes, normalmente, son esos en los que la actriz hace unas contorsiones y el macho alfa eyacula como si fuese una fuente sobre su cara y su boca. En esos momentos es cuando tengo una envidia malsana por los negros y sus miembros colosales, pero eso es otra historia.


Con todo preparado, me acomodo en el sofá y le doy al play en cámara lenta, me gusta regodearme, dejar que los gemidos me golpeen los oídos y me quiebren la poca autoestima que aún me queda. Superada las emociones de mirón casero, empiezo a perder fuelle, sin saber la razón. La película me pone, lo siento en la entrepierna, como va pasando de un estado típico de un gusano infecto al de una anaconda amazónica, pero algo me jode la concentración. Una de esas pregustas tontas, de esas que si das la respuesta correcta aparece una sueca con unos senos descomunales y sin que tú le digas nada, abre la boca y se cierne sobre tu miembro  eréctil como si tuviese un agudo complejo de ventosa, cosa que tu agradeces porque que te hagan una buena mamada tiene su mérito en los días que corren. Pero como no quiero romperme los sesos y sí machacarme un rato el manubrio, intento sin mucho convencimiento concentrarme en la televisión y en las evoluciones gimnásticas y en las dichas a salivazo limpio que los fornicadores se suministran sin miedo, porque está claro que para ellos el Pisuerga no se seca. Sin embargo, no puedo cejar en el intento de ganarme la mamada de la sueca escultural, así que me digo escuchando en sordina una sinfonía de gemidos y quejidos que me atormentan a la vez que me atontan los sentidos. ¿Por qué cojones las actrices porno parece que están todo el santo día en la consulta del médico con la lengua fuera gritando como posesas: ¡ahhh!, o en su defecto un ¡ohhh! de lo más profesional? Y yo qué sé, me digo con la mano en el miembros y la mirada clavada en una rubia espectacular que tiene un par de pechos en los que podrían jugar al fútbol dos equipos de alevines. Pero mi alegría se desvanece pronto, porque una observación de lo más ridícula e intrascendente me golpea en la nuca. ¿Pero quién gime así? Si las tías parece que tienen el Dolby Sorrond de serie, y lo que es peor, además de patético es algo antinatural, ni que María Calas les hubiese enseñado canto, joder. No lo aguanto más, apago el DVD y me dirijo al cuarto de baño como un misil. Necesito una ducha o dos frías para quitarme el calentón y, sobre todo, para calmar los nervios. Sólo tengo un deseo, que Corina pueda pasarse esta noche y que hagamos lo que mejor sabemos hacer: follar.