jueves, 3 de octubre de 2013

MOLINOS




Aunque llevo muchos años dedicándome a esto del psicoanálisis, nunca me había encontrado con un caso tan peculiar como el que me dispongo a comentar.
Aquel hombre entró en mi consulta con la cara desencajada, y sin que mi secretaria le diese permiso para entrar en mi despacho irrumpió en él como un coloso iracundo. Recuperó la compostura y se desplomó en el diván como un moribundo a punto de exhalar sus últimas palabras y me dijo:
—¡Discúlpeme, señor Freud! Sé que mi irrumpir de forma tan poco ortodoxa en su consultorio, pero estoy desesperado y esa desesperación ha sido la causante de mi actuación tan poco digna. Si me permite explicarme, usted estará de acuerdo conmigo en mi proceder y sabrá disculpar mi brutalidad y me vehemencia; ya que mis actos, aunque guiados por la mano temblorosa de un demente, están justificados por una sorda desesperación, que en ningún caso por una soberbia caprichosa o por la ligereza maleducada.
Mi enfermera entró como una exhalación pidiendo disculpas:
—Lo lamento muchísimo doctor, ni siquiera me ha respondido cuando le he dicho que usted no podía atenderle.
—No pasa nada Ann. Está bien. Por favor, cuando llegue el señor Pessoa, dígale que espere en la sala de espera.
—Muy bien doctor. Como usted diga.
Cerró la puerta detrás de sí y comenzó el extraño caso de un hombre que tenía una fobia de lo más peculiar.
Durante unos minutos no dijimos nada, me quedé esperando. Me recliné en mi sillón, cargué la pipa y esperé a que estuviese preparado. Por mi experiencia sabía que lo mejor era dejar que los pacientes empezasen, si los forzaba se cerraría y en ese estado sería casi imposible sacar nada en claro.
—Gracias, doctor. Lo primero será presentarme. Me llamo Miguel de Cervantes Saavedra, y tengo un miedo atroz a los molinos de viento.
—¿Cómo?, ¿tiene usted miedo a los molinos de viento? —le pregunté intentando disimular mi turbación ante el nombre que me había dicho.
—Sí, doctor. Molinos, siempre son los mismos. Son monstruosos, no puedo dejar de verlos, me persiguen. Y no importa que cierre los ojos. Están ahí, en silencio, moviendo sus gigantescas aspas, recordándome que moriré, esperando a que yo los descubra como si fuesen un juego de escondite macabro. No puedo más, doctor.
Intento fumar, pero mi pipa se había apagado. Contuve mis nervios, paseé la mirada por mi consulta y pensé sin quitarle la vista de encima. Lo que me dice este hombre me tiene muy desconcertado, molinos. Molinos volví a repetirme mentalmente mientras buscaba una cerrilla en el cajón. Qué cosa más extraña. He encontrado a lo largo de mi carrera todo tipo de patologías, pero molinos. No llegaba a entender la razón de esa imagen. Serpientes, puentes, árboles; hubiesen tenido algo de lógica, sin embargo, molinos. A lo mejor tendría algo que ver con el paso del tiempo y por eso él lo relacionaba con la muerte… Le di dos caladas profundas a la pipa y me llené los pulmones de humo, después, al mismo tiempo que lo expulsaba le dije a mi paciente: podría hablarme más de esos molinos, por favor.
—No sé qué puedo hacer. Estoy muy asustado, ya no puedo ni ir a trabajar. Salgo a la calle y allí están, plantados moviendo sus gigantescos brazos como su fuesen gigantes. Me van a despedir. Mi jefe me ha llamado, pero no quiero responderle; qué explicación podría darle: Señor Muñoz, tengo miedo, creo que unos molinos de viento me van a asesinar. A los compañeros que me he atrevido a comentarles mi mal, me han mirado con repulsión y me han dicho entre risas: debes dejar la bebida. Y lo peor es que soy abstemio. Nadie me comprende, doctor. Todo el mundo piensan que son locuras mías, que no estoy bien de la cabeza. Y ya ni siquiera dudo que no esté bien; está claro que algo dentro de mí no funciona como debería. ¿Pero qué podrá ser?
El paciente se echó a llorar sin control. Delante de mí tenía a un niño asustadizo; cuando entró en tromba en mi consulta era un hombre adulto, alto, cargado de hombros, algo enjuto de carnes, pero con un aplomo digno de admiración. Sin embargo, ahora, ha perdido como por encantamiento todo el porte señorial que antes mostraba. Me daba pena; sentí lástima por aquel hombre. Hice el amago de levantarme, sin embargo, me obligué a detenerme. No puedes interferir en estos momentos acercamientos paternalistas, me dije. Mejor esperé a que se calme. Seguí fumando, y el humo me ayudó a pensar.
Todos necesitamos desahogarnos.
—Lo siento —me dijo limpiándose los ojos con su pañuelo.
Distinguí algo de vergüenza en su mirada y en su voz. Lo tranquilicé:
—No se preocupe, es normal. A veces necesitamos explotar para poder recomponernos.
—Gracias, doctor.
—De nada —le dije. Y le alenté a proseguir—. Cuando quiera puede continuar.
—Llevo así varios meses. No puedo dormir, me da terror. Como mal, discuto con mi mujer, ya no hablo con mis amigos. Me estoy volviendo completamente loco. Doctor, no sé qué hacer. Quiero dejar de pensar en los molinos, deseo más que nada en este mundo conseguir que desaparezcan de mi vida…
—Entiendo… —le dije conciliador, aunque realmente no era así.
Me levanté de la silla y paseé por mi consultorio, miré el reloj y le dije:
—Señor Cervantes, su hora ha terminado. Debemos dejarlo por hoy. ¿Podría venir la semana que viene a la misma hora?
—Claro, doctor. Necesito que me ayude con esta locura que me está enquistando en un mundo irreal. Quiero sacármelos de la cabeza.
Se levantó del diván y me dio la mano. Se la estreché y lo acompañé hasta la puerta. Estaba claro que este hombre está muy mal, era un caso claro de esquizofrenia.
—¡Ah!, doctor. Tal vez debería decirle que en realidad no me llamo Miguel de Cervantes Saavedra —me dijo en la puerta con una sonrisa socarrona dibujada en la comisura de los labios.
—¿No? —le interrogué—. ¿Y cómo se llama, usted?
—Alonso Quijano.
Dicho esto, cerró la puerta detrás de sí. Volví a mi asiento, me dejé caer en el sillón y me golpeé la cabeza con las manos diciéndome una y otra vez burlonamente:
—Tonto, tonto, tonto…
Y lo que era peor, no me había pagado la consulta. Tonto, tonto…, seguí repitiéndome hasta que Fernando Pessoa entro en la consulta y entonces empezaron las metáforas y los sueños incumplidos.

EL HIJO DE KING KONG




Supongo que mi madre fue inmensamente feliz la noche de bodas al descubrir en mi padre una selva virgen para ella sola. El problema lo tengo yo, porque por desgracia para mí he heredado lo que más amaba mi madre en mi padre. A ella le encantaba que sus dedos se perdiesen en aquella selva inhóspita y bien poblada; pero para mí, es como si King Kong me hubiese poseído a traición, sin olvidar que a Marina no le gusta para nada el vello corporal. No me lo dice, pero puedo leer en sus ojos que ella hubiese deseado a un nadador, aparte de lo obvio: un cuerpo esculpido a base de piscinas y gimnasio, lo que era tanto como decir que mi mujer en sus sueños húmedos anhelaba a un Adonis perfecto, y que cuando echaba mano a mi pecho, sentía como si el eslabón perdido estuviese invadiendo su espacio vital y sus sueños. Algo que me mortifica, porque siento cómo sus dedos finos del color del coral, se baten en retirada como un ejército que se sabe vencido. Así me siento yo vencido y maldigo mentalmente a mi padre, ese oso prehistórico que me traspasó su carga genética sin pensar en las consecuencias, o a lo mejor él pensó de una forma más que arrebatada que todas las mujeres sería como mi madre, amantes de hombres con pelo en pecho, que más que hombres comunes, abandonaban la normalidad de la especie para introducirse de cuerpo entero en un mar de sargazos animales.
En esas me encontraba yo, con una mujer que odiaba el vello más que las incipientes arrugas que intentaba, sin conseguirlo, disimularlas con cremas que me costaba un riñón y medio. Estaba claro que hacerse viejo era algo malo, pero nada se podía comparar a ser el hijo del Yeti. En el trabajo los compañeros se reían a mis espaldas, las compañeras, fantaseaban con hacerme trenzas en la espalda y el pecho; algo que no me desagradaba aunque esté mal decirlo. Al menos alguna mujer me tocaría como yo deseaba. Porque últimamente sólo tenía un sueño recurrente: me veía en una peluquería y a un ejército de peluqueras con minifaldas haciéndome peinados imposibles. Sé que esto no puede seguir así, deseo decírselo a Marina, pero cada vez que lo intento un maldito ladrido es todo lo que puedo articular.
Tendré que buscar la forma de que este pelo de rastrafari lanudo desaparezca para que Marina me adore otra vez.