Aunque
llevo muchos años dedicándome a esto del psicoanálisis, nunca me había
encontrado con un caso tan peculiar como el que me dispongo a comentar.
Aquel
hombre entró en mi consulta con la cara desencajada, y sin que mi secretaria le
diese permiso para entrar en mi despacho irrumpió en él como un coloso iracundo.
Recuperó la compostura y se desplomó en el diván como un moribundo a punto de
exhalar sus últimas palabras y me dijo:
—¡Discúlpeme,
señor Freud! Sé que mi irrumpir de forma tan poco ortodoxa en su consultorio,
pero estoy desesperado y esa desesperación ha sido la causante de mi actuación
tan poco digna. Si me permite explicarme, usted estará de acuerdo conmigo en mi
proceder y sabrá disculpar mi brutalidad y me vehemencia; ya que mis actos,
aunque guiados por la mano temblorosa de un demente, están justificados por una
sorda desesperación, que en ningún caso por una soberbia caprichosa o por la ligereza
maleducada.
Mi
enfermera entró como una exhalación pidiendo disculpas:
—Lo
lamento muchísimo doctor, ni siquiera me ha respondido cuando le he dicho que
usted no podía atenderle.
—No
pasa nada Ann. Está bien. Por favor, cuando llegue el señor Pessoa, dígale que
espere en la sala de espera.
—Muy
bien doctor. Como usted diga.
Cerró
la puerta detrás de sí y comenzó el extraño caso de un hombre que tenía una
fobia de lo más peculiar.
Durante
unos minutos no dijimos nada, me quedé esperando. Me recliné en mi sillón,
cargué la pipa y esperé a que estuviese preparado. Por mi experiencia sabía que
lo mejor era dejar que los pacientes empezasen, si los forzaba se cerraría y en
ese estado sería casi imposible sacar nada en claro.
—Gracias,
doctor. Lo primero será presentarme. Me llamo Miguel de Cervantes Saavedra, y
tengo un miedo atroz a los molinos de viento.
—¿Cómo?,
¿tiene usted miedo a los molinos de viento? —le pregunté intentando disimular
mi turbación ante el nombre que me había dicho.
—Sí,
doctor. Molinos, siempre son los mismos. Son monstruosos, no puedo dejar de
verlos, me persiguen. Y no importa que cierre los ojos. Están ahí, en silencio,
moviendo sus gigantescas aspas, recordándome que moriré, esperando a que yo los
descubra como si fuesen un juego de escondite macabro. No puedo más, doctor.
Intento
fumar, pero mi pipa se había apagado. Contuve mis nervios, paseé la mirada por
mi consulta y pensé sin quitarle la vista de encima. Lo que me dice este hombre me tiene muy desconcertado, molinos. Molinos volví a repetirme mentalmente
mientras buscaba una cerrilla en el cajón. Qué
cosa más extraña. He encontrado a lo largo de mi carrera todo tipo de
patologías, pero molinos. No llegaba a entender la razón de esa imagen.
Serpientes, puentes, árboles; hubiesen tenido algo de lógica, sin embargo,
molinos. A lo mejor tendría algo que ver con el paso del tiempo y por eso él lo
relacionaba con la muerte… Le di dos caladas profundas a la pipa y me llené los
pulmones de humo, después, al mismo tiempo que lo expulsaba le dije a mi
paciente: podría hablarme más de esos molinos, por favor.
—No sé
qué puedo hacer. Estoy muy asustado, ya no puedo ni ir a trabajar. Salgo a la
calle y allí están, plantados moviendo sus gigantescos brazos como su fuesen
gigantes. Me van a despedir. Mi jefe me ha llamado, pero no quiero responderle;
qué explicación podría darle: Señor Muñoz, tengo miedo, creo que unos molinos
de viento me van a asesinar. A los compañeros que me he atrevido a comentarles
mi mal, me han mirado con repulsión y me han dicho entre risas: debes dejar la
bebida. Y lo peor es que soy abstemio. Nadie me comprende, doctor. Todo el
mundo piensan que son locuras mías, que no estoy bien de la cabeza. Y ya ni
siquiera dudo que no esté bien; está claro que algo dentro de mí no funciona como
debería. ¿Pero qué podrá ser?
El
paciente se echó a llorar sin control. Delante de mí tenía a un niño asustadizo;
cuando entró en tromba en mi consulta era un hombre adulto, alto, cargado de
hombros, algo enjuto de carnes, pero con un aplomo digno de admiración. Sin
embargo, ahora, ha perdido como por encantamiento todo el porte señorial que
antes mostraba. Me daba pena; sentí lástima por aquel hombre. Hice el amago de
levantarme, sin embargo, me obligué a detenerme. No puedes interferir en estos momentos acercamientos paternalistas,
me dije. Mejor esperé a que se calme. Seguí fumando, y el humo me ayudó a
pensar.
Todos necesitamos desahogarnos.
—Lo
siento —me dijo limpiándose los ojos con su pañuelo.
Distinguí
algo de vergüenza en su mirada y en su voz. Lo tranquilicé:
—No se
preocupe, es normal. A veces necesitamos explotar para poder recomponernos.
—Gracias,
doctor.
—De
nada —le dije. Y le alenté a proseguir—. Cuando quiera puede continuar.
—Llevo
así varios meses. No puedo dormir, me da terror. Como mal, discuto con mi
mujer, ya no hablo con mis amigos. Me estoy volviendo completamente loco.
Doctor, no sé qué hacer. Quiero dejar de pensar en los molinos, deseo más que
nada en este mundo conseguir que desaparezcan de mi vida…
—Entiendo…
—le dije conciliador, aunque realmente no era así.
Me
levanté de la silla y paseé por mi consultorio, miré el reloj y le dije:
—Señor
Cervantes, su hora ha terminado. Debemos dejarlo por hoy. ¿Podría venir la semana
que viene a la misma hora?
—Claro,
doctor. Necesito que me ayude con esta locura que me está enquistando en un
mundo irreal. Quiero sacármelos de la cabeza.
Se
levantó del diván y me dio la mano. Se la estreché y lo acompañé hasta la
puerta. Estaba claro que este hombre está muy mal, era un caso claro de
esquizofrenia.
—¡Ah!,
doctor. Tal vez debería decirle que en realidad no me llamo Miguel de Cervantes
Saavedra —me dijo en la puerta con una sonrisa socarrona dibujada en la
comisura de los labios.
—¿No?
—le interrogué—. ¿Y cómo se llama, usted?
—Alonso
Quijano.
Dicho
esto, cerró la puerta detrás de sí. Volví a mi asiento, me dejé caer en el sillón
y me golpeé la cabeza con las manos diciéndome una y otra vez burlonamente:
—Tonto,
tonto, tonto…
Y lo
que era peor, no me había pagado la consulta. Tonto, tonto…, seguí
repitiéndome hasta que Fernando Pessoa entro en la consulta y entonces
empezaron las metáforas y los sueños incumplidos.