lunes, 14 de abril de 2014

SUENA LA CAMPANA



A veces me siento como el boxeador, que con el último gancho al mentón, busca aire donde no lo hay; porque los pulmones no reaccionan y el corazón bombea más lento de lo que realmente necesitas. Cuando esto pasa, normalmente, me refugio en ese mundo de tinieblas donde las sombras son tus amigas y tus consejeras. Y es cuando pienso en el viejo Poe en su destartalado cuarto esperando la visita de su fiel compañero de infortunio: el cuervo que picotea con insidia el cristal de la ventana para poder entrar. Un compañero que a todos nos persigue, incluso a los que tienen la guardia alta.
No importa que seas un gran púgil, porque, lamentablemente, siempre te encontrarás con alguien mucho mejor que tú, que leerá en ti algún defecto en tu guardia perfecta (según tú) y que aprovechará para noquearte de un certero golpe que aparecerá de la nada. Y será en esos momentos, que buscas con desesperación llenar los pulmones porque no deseas por nada del mundo besar la lona, cuando debes estar más tranquilo; porque en tu fuero interno te engañas diciéndote que sólo ha sido un golpe de suerte, sólo eso, porque tu combate continúa y tu adversario te sigue estudiándote con malicia, con hambre de ti.

En esos instantes de duda, cuando todo lo aprendido te sugiere, incluso te suplica que te retires, es cuando debes seguir luchando hasta que escuches la campana y con su dulce sonido metálico podrás regresar maltrecho a tu rincón y lamerte las heridas hasta el siguiente round en el que te dejarás la piel, no porque debas, ni siquiera porque sea lo que tus músculos te pidan, simplemente lo harás porque es ya tu inercia, tu forma de ser, tu pájaro de mal agüero. 

HOY SERÉ FELIZ

Cuando nos levantamos de la cama pensamos: hoy será un buen día. Nos aseamos, pensamos que todo va bien y entonces algo sucede. Nos damos cuenta que el despertador sonó una hora antes, que la cafetera está rota, que el cordón del zapato derecho desapareció por arte de magia. Que todo lo malo que le puede pasar a un hombre o a una mujer te está pasando a ti sin tú desearlo. En ese momento maldices por lo bajo, porque es de muy mala educación decir lo que realmente piensas y por eso no lo haces. Te callas, mordisqueas unas tostadas frías como si fuese un tiburón blanco. Bajas las escaleras intentando, y digo intentando porque es casi imposible sortear los orines de los perros, las colillas de los fumadores y la suciedad que la señora de la limpieza nunca limpiará porque hace tres meses la despedisteis. Subirás a tu coche y no arrancará, lo volverás a intentar y después de unos cinco intentos y salva de insultos que esta vez sí has pronunciado en voz alta te podrás en marcha. Llegarás al trabajo, con el sudor dibujado en la camisa, así que mejor no te la quitarás, no quieres parecer irrespetuoso con nadie. Tu jefe, un cretino que te odia porque eres más guapo que él y en las fiestas de la oficina todas las secretarias revolotean ante ti te ordenará que te sientes, porque los jefes no tienen y pretende tener educación. Te cuenta algo que no quieres escuchar porque aún recuerdas el tener que bajar por el ascensor, el cordón del zapato, la tostada fría, el café aguado, los recordatorios a tu madre, etc. Le dices a todo que sí como si tu gen nipón fuese a marchar forzadas, para darte cuenta que en realidad te está despidiendo, te levantas, vacías tu mesa y te casas, esta vez sí, está permitido: ¡en su puta madre!, porque la señora en cuestión será una santa, pero su hijo es un hijo de perra. Sale de la oficina, con ganas de matar a alguien o en su defecto matarte con un mondadientes, a falta de espada samuraí para hacerte un sepuku. Tu gen nipón sigue haciendo de las suyas. En la calle lo primero que haces es liarte un cigarro y fumarlo con nerviosismo. La nicotina te calmará, los cojones te dices, pero ya da lo mismo porque tus pulmones están llenos de nicotina y la colilla en el suelo. Ya más calmado deseas llamar a tu mujer y decirte el regalito de Navidad anticipado, pero piensas que mejor será en persona, así ella aprovechará para decirte lo inútil y fracasado que eres, lo torpe... Lo reproches que llevas oyendo desde la noche de bodas. Te lías otro y vas a un contenedor, el más cercano y tiras la maldita caja con el longo sonriente de la compañía: que se jodan, piensas mientras unos pordioseros se pelean por tu grapadora. La vida piensas es una mierda, pero luego te dije, cómo que es una mierda. No La cosas cambiaran, hace un día estupendo, la ciudad apesta, pero yo me siento bien, me he librado del pesado de mi jefe, de un trabajo que odiaba y de algo mucho mejor, de tanta mierda como llevaba a las espaldas. Ahora me es la mía. Me comeré el día y pensaré en positivo, y a mi mujer si no le gusta que me hayan despedido, pues que se joda. Este es mi momento. Me planto en medio de la calle y grito todo lo que me dan los pulmones: ¡JÓDETE MUNDO PORQUE HOY SOY FELIZ!

lunes, 27 de enero de 2014

LA HAMBURGUESA HUMANA


Muchos elementos se podrían destacar de La hamburguesa humana de Ricard Millàs, pero el principal: su originalidad.
Millàs nos guía por un territorio plagado de peligros y contradicciones, en el que nuestras vidas corren tanto peligro como el de los protagonistas de los relatos, ya que sólo somos: carne picada para los seres hambrientos que la pulula con total libertad por sus páginas. Sin obviar lo más terrorífico; Millàs nos abandona en un mundo hostil donde el único credo posible es la dentellada feroz y sanguinolenta. Donde el sexo se convierte en la única tabla de salvación para un grupo cada vez más reducido de desheredados en un mundo que se va descomponiendo a golpe de mordisco.
O dicho de otra forma; la carne, el sexo y la música son las piedras de toque por las que transitan los últimos hombres y mujeres de una especie en decadencia: la humana, que sólo anhelan saciar sus instintos más primarios, es decir, devorarse mutuamente en un abrazo sin fin. Un hambre que les viene dada por la lujuria y la necesidad de sentirse vivos, de relegar a un rincón el miedo a la muerte, a una muerte tan cruel. Todo ello sazonado por una banda sonora interpretada por una horda de mandíbulas bien afiladas que a ritmo de bolero van arrancando la carne de los cuerpos hasta alcanzar el hueso.
Millàs se erige en un francotirador de la palabra. Donde su estilo fresco, desenfrenado y envolvente nos golpea una y otra vez hasta noquearnos. Sin lugar a dudas, recomiendo la lectura de este libro y una atención especial a esta nueva voz dentro del panorama nacional de la literatura de terror.   


domingo, 26 de enero de 2014

UN ENCUENTRO CASUAL


Era la primera vez que pisaba Buenos Aires. Y la Ciudad de la Furia se presentaba ante sus ojos como un mundo irreal, caótico e inclasificable para sus sentidos aletargados por el largo viaje.
Lo primero que hizo al salir del hotel fue llenar sus pulmones con aquel aire dulce y contaminado de la ciudad de sus sueños, y sentirse con este gesto nimio algo más cerca de sus ídolos literarios. Ya era uno más del club, él también había respirado el mismo aire viciado de aquella ciudad salvaje e indomable. Demasiadas veces había leído a Borges, Cortazar, Lugones, Art, Piglia... entre otros escritores argentinos menos conocidos, y demasiadas veces había soñado despierto que caminaba por aquellas calles arropado por las palabras y las historias de sus maestros literarios. Buenos Aires era su ciudad. Una urbe imaginada mil veces…, tantas, que parecía una pieza más de sus recuerdos.
Caminó sin rumbo, con la necesidad de callejear, de conocer, de sentirse parte de aquella mole inmensa; donde podía sentirse un soñador más. Un escritor en una ciudad de escritores. Y tal vez por eso, caminaba sin prisas, rodeado por un enjambre de obreras que se afanaban por llegar a su trabajo, a sus casas… Sabiéndose el único zángano de la colmena.
Al entrar en al bar lo recorrí con la sagacidad del cazador de presas mayores. Buscaba una pieza de altura. Nunca se le habían dado mal las mujeres, o mimas como las llamaban en el país. Minas, volvió a repetir la palabra mentalmente como si la acariciara. Y se dijo con algo de fastidio: como si la perfección, aunque le cambiemos de nombre, pudiese enriquecer el producto final. Con las mujeres, las matemáticas, la física cuántica y la madre que las parió, sólo encontraban un sentido y una lógica infinita y casi indescifrable, cuando la piel del hombre y la de la mujer se bruñía como si de dos metales se tratasen.
Se acercó a la barra y al abrir la boca para pedir un café a nadie del local le quedó la más ligera sospecha que era un vasco, un españolito que se encontraba en los dominios de los gauchos, de cocineros capaces de hacer que una vaca se convirtiese en una de las mayores delicias culinarias del mundo.
La camarera le sirvió el café con una sonrisa tatuada en los labios. Él sabía que con aquella mujer podría hacer locuras, jugar con sus caderas, perderse en sus pechos y convertirse en el aprendiz de un apicultor para recoger la miel de sus sexo; pero todos aquella fantasías desaparecieron cuando sus ojos descubrieron al otro lado de la barra, sentada en un taburete a una preciosidad de 1.70 provista de unas piernas quilométricas que parecían no tener fin. Cogió el café y se acercó a ella con la intención de decirle algún piropo, de intentar llevarla a la cama. Le ofreció un cigarrillo antes de llevarse uno a la boca, pero ella lo rechazó mostrándole una sonrisa coqueta.
—Veo que te gusta Benedetti —le dijo arrastrando algo las palabras que se enredaban con las volutas de humo de su cigarrillo.
No le dijo nada, lo miró a los ojos y le dedicó una sonrisa dulce, llena de sensualidad.
—Yo adoro su poesía —le comentó intuyendo que aquella porteña deseaba encamarse con él.
—¿Le apetece tomarse otro café? —le preguntó para que no tase que no era un vulgar patán, sino un caballero.
Ella como toda respuesta jugueteó con su cabello. Se acercó un poco más, para que sus alientos pudiesen conocerse. Los labios y sus lenguas tendrías que esperar su turno, pensó excitado. Y ese pensamiento lujurioso le envalentonó. La cogí del brazo y la hizo levantarse del taburete, quería contemplar con delectación aquellas piernas quilométricas en las que un explorador se podría haber perdido. La empujó desde atrás, clavándole su sexo duro y palpitante. Ella se dejó guiar como una novicia. Sólo somos dos desconocidos en un bar…, se dijo sintiendo como su sexo quería explotar. Avanzaron hasta alcanzar las puertas de los aseos. Primero entre ella, para que ningún parroquiano despistado armase bronca, después él.

Al entrar en el minúsculo servicio puso el pestillo; no quería interrupciones. Ya le habían hablado del candor de las argentinas, sin embargo, ahora podría confirmar de primera mano. La chica empezó a comerle a besos, recorriéndole la cara como si estuviese grabada por surcos de un tango escrito para ellos. Un tango nacido en el arrabal portuario, cantado por una voz preñada de sensualidad y deseo. Los besos le hacen entrar en combustión espontánea. Siente cómo su sexo va creciendo con voluntad propia. Y deja que las manos dóciles de ella le bajen la cremallera y aparezca su sexo como un dócil elefante blanco. Unos segundos y sus dedos ya lo recorrían, un movimiento rápido de su cabeza y su miembro se había perdido en las profundidades cavernosas de su boca. La cogió del cabello como si tratase de domar a una potranca joven. Unas cuantas sacudidas brutales y un quejido entre lastimero y animal atestaron las paredes del diminuto servicio. La muchacha se dio la vuelta sin mirarle, llena su boca todavía de él. Se arregló el pelo, se pintó los labios y se fue como una aparecida. Cuando al final consiguió salir del servicio arreglándose la camisa; de ella sólo quedaba la estela de su perfume y una desazón por haberla perdido sin saber ni siquiera su nombre.  

miércoles, 22 de enero de 2014

EL CIRCO



A Manuelito le encantaba observar cómo su padre regresaba de la fábrica con aire pesado y pasos cansados como si fuese un animal malherido. Lo estudiaba desde la ventana del comedor como lo hubiese hecho un cazador experimentado, esperando su oportunidad para disparar su arma de largo alcance.
Otras veces, el niño se imaginaba que era una fiera salvaje; y por eso, se agazapaba silencioso detrás del sofá del salón, dispuesto a saltar sobre él con la fiereza de un tigrillo amazónico.
Cuando su padre saludaba a la casa con su voz timbrada, la emoción que sentía Manuelito era casi insoportable. Su corazón parecía siempre a punto de explotar de orgullo y admiración. Deseaba salir de su escondrijo, aunque sabía las reglas, y eso lo retenía en alerta. La señal para iniciar la caza la daba su madre al salir de la cocina y besar s su madre; aquel era la señal entre cazador y presa para que Manuelito salía disparado como un cohete a los brazos de su padre, darle un beso y sin dejarle tiempo a quitarse el abrigo o dejar la cartera en el paragüeros de la entrada, acribillarlo a preguntas:
—¡Papá, papá!, ¿me llevarías al Circo?
—Claro, Manu, pero sabes que sólo podré llevarte si viene a nuestra ciudad. Porque papi trabaja muy duro para mantener a la familia…
—Lo sé, lo sé… —le dijo el niño con los ojos iluminados por la emoción—. ¿Pero estás seguro que me llevarás, papi?
—Sí, Manu. Además, tú sabes que yo no te miento.
—Lo sé, papi. ¡Gracias!
Manuelito se acercó a su padre y le dio otro beso en la mejilla tan sonoro que lleno el pasillo con el sonido que le arrancó a la cara del padre; sabiendo mejor que nadie que su padre nunca mentía y menos aún rompería una promesa hecha. Manuelito rezó para que el Circo viniese pronto a su ciudad, así él y su padre, por fin, podrían ir juntos a pasar una velada memorable, o al menos eso pensaba él.
Los días pasaban con la misma cadencia que las hojas del almanaque iban siendo arranadas por las bellísimas manos de su madre. Manuelito, casi había perdido la esperanza de ir con su padre al Circo, hasta que llegó a sus manos un roído cartel, que nadie en el pueblo supo explicarse cómo pudo haber llegado hasta las manos del niño muchísimo antes de que apareciera el Circo en la ciudad. ¿Magia?, se preguntaron algunos, ¿Destino?, elucubraron otros, que siempre discutían de política y de futbol en el bar de Damián. ¿Casualidad? Comentaron algunas señoras con aire emocionado. Aunque a ellas no les importaba demasiado, ya que ellas siempre recordarían cuando el Circo llegó a la ciudad con sus fanfarrias, los colores del arco iris tatuados en los atuendos en los trajes de los payasos y las damas más hermosas jamás imaginadas por ninguna de ellas. “Mujeres exóticas”, como decían los maridos, cuando sus esposas no les podían oír. Siempre sucedía de la misma forma: cuando salían al balcón a fumarse el último cigarro del día era el momento en el que se permitían fantasear con escapadas imposibles, donde dejaban atrás sus vidas miserables y se convertían en faquires, comefuegos, payasos imposibles que hacían reír a niños y a los grandes, donde nada les importaba porque habían alcanzado el conocimiento mayor que en una vida se puede alcanzar: saber que nada se puede tomar uno demasiado enserio, porque al final, nada tiene tanta importancia como la propia felicidad…; se veían a sí mismos como príncipes amados por princesas orientales necesitadas de hombres valerosos, donde los reproches no existían, y el valor y la gallardía, eran las únicas vestimentas de estos cincuentones aburguesados. Al final, lo imaginado se acababa apagando como las brasas de sus cigarros al caer en la calle y ser pisoteados por los viandantes. En esos instantes, los mismo en los que volvían a su realidad, cerraban la puerta y volvía al calor de sus mujeres, a la rutia que tanto odiaban, aquella en la que se sabía presos de un mañana sin fin en el que jamás podría ser libres. Por eso sólo les quedaba el espejismo de imaginar que algún día podrían escapar a un mundo donde todos sus pecados, incluso el de la imaginación, serían perdonados. Mientras ellos se dejaban imbuir por quimeras eróticas, sus mujeres, con ojos felinos, esperaban agazapadas detrás de las puertas de las habitaciones, esperando a que los pobres incautos entrasen de fumar, lo que ellas aprovechaban para saltarles encima y matarlos de una dentellada precisa en el escuálido cuello como si fuesen gorriones callejeros. “¡En esta casa ya no hay lugar para la felicidad! —les gritaban poseídas por un odio primal—. Esa época hace tiempo que paso, y no pienso dejar que vuelvas a intentar ser algo que no puedes ni debes ser —les aleccionaban como madres que no quieran tener hijos soñadores.” El marido de turno se callaba como un niño descubierto en una travesura, ponía la mirada ausente y tenían pensamientos tan raudos como el aire que ninguna de ellas, felinas consumadas, podían atrapar con sus grandes zarpas, aunque éstas estuviesen hechas de tela de araña. Nada de eso les servía, su nuevo estado los hacía ligeros como plumas y a ellas pesadas como piedras. Sus cuerpos reposaban tranquilos, placidos como potrillos esperando entrever un hueco ínfimo para escaparse por allá sin delatarse con un relincho infantil.
Al correr la voz por el pueblo que el Circo llegaba con sus colores y fanfarrias espectaculares, los ánimos de la población fueron cambiado, en el aire olía de otra manera y los pensamientos tomaron los hogares como un ejército invasor, preñando imaginaciones y desasosiegos por igual. Y las personas que en ellos habitan, modificaron sus actitudes, con lo que se volvió a reproducir el milagro del Circo. Donde antes se discutía, ahora se podía escuchar la sonoridad del amor, con sus besos y risas...
—¡Papi, papi, mira, mira! —le dijo Manuelito mostrándole un papel arrugado—. ¡El Circo por fin llegó a la ciudad! Estoy muy feliz papi, al fin podremos ir. ¡Qué bien, qué bien! —recitó como si fuese una lección del colegio mientras daba vueltas alrededor de su padre.
Pero por un instante el niño sustituyó la alegría que hacía sólo unos segundos se le había dibujado en la cara, por una pena infinita. El padre lo miró sin comprender y le preguntó:
—¿Sucede algo, hijo?
Manuelito lo volvió a mirar, observó el papel que guardaba entre sus manos como si fuese el mayor de los tesoros de la tierra y sin atreverse a decir lo que realmente pensaba dijo en voz baja:
—Bueno, papá. No creo que al final podamos ir al Circo. Y eso me da mucha pena…
—¿Por qué dices eso Manu? —le preguntó su padres—.Yo te prometí que iríamos si venía a la ciudad, ¿no es así?
—Sí, lo sé papi, pero… —dejó que su “pero” se aguantase en un largo silencio; tenía miedo de hablar.
—Pero qué Manu, dime. ¿No tienes confianza con tu padre?
—Sí, claro papá. Pero he estado pensando toda la mañana mientras te esperaba a que llegaras a casa del trabajo y… —el silencio volvió a apoderarse de Manuelito.
—¿Y?, —le preguntó su padre inquieto—. ¿Qué sucede?
Manuelito lo miró con un rictus en la boca y le dijo con temor:
—¡No!, sólo que había pensando, que tal vez, a lo mejor, por tu trabajo, bueno, no podrías llevarme, y lo comprendería…, de verdad que lo comprendería papi.
—Pues no, Manuel. Iremos como te prometí al Circo, y no quiero que te preocupes por mi trabajo, por eso ya me preocupo yo.
El padre de Manuelito fue hasta el comedor e hizo una llamada a su oficina:
—¿Señor Gregorio?, le llamo para comunicarle que mañana no podré ir al trabajo. Sí, señor, tengo que hacer algo que no puedo postergar. Claro, señor. Gracias.
—Bueno, Manuelito, ya está todo solucionado. Mañana iremos al Circo, los dos juntos, como te prometí.
—¡Gracias papá, eres el mejor! —gritó Manuelito revoloteando alrededor de su padre como una mariposa sedienta de polen.
Aquella noche Manuelito no pudo dormir por los nervios. Su mente era un hervidero de sensaciones, de pensamientos e imaginaciones de todo tipo. No sabía muy bien qué podría esperar del Circo, pero seguro que sería algo magnífico, una cosa maravillosa, tanto que su padre había pedido un día libre para llevarlo. Aquello le confirmaba que el Circo sería lo más importante que le había sucedido en su corta vida. Dio un par de vueltas en la cama hasta que al final el sueño lo venció.
Fue el primero en levantarse, y gritar a pleno pulmón: ¡Nos vamos al Circo, mami, nos vamos al Circo! Su madre intentó calmar la excitación del muchacho, pero no puedo, el Circo era para el niño como ir a la luna, visitar las pirámides en Egipto, ser Tarzán de los monos en la gran pantalla. Desayunaron en la mesa de la cocina, como todos los días, aunque esta vez Manuelito desayunó menos que de costumbre, lo que le costó una regañina de su madre, pero pensó para sus adentros: “no importa, sólo es un día, y el Circo lo merece todo, cualquier sacrificio es poco”
Como Manuelito pensaba, el Circo merecía cualquier sufrimiento; intuía que aquello le cambiaría la vida, cosa que así fue.
            —¿Nos vamos hijo?
            —Sí, papá. Si estás listo, yo estoy impaciente por marcharnos.
            —Pues, adelante, muchacho.
            —¡Síii! —grito el muchacho dando saltos delante del padre como un caniche amaestrado.
            Al llegar a la gran carpa, la multitud ya se agolpaba con impaciencia. Los padres con sus hijos miraban con curiosidad creciente todo lo que les rodeaba y Manuelito y su padre no eran menos. Los ojos del niño intentaban retener todo lo que veían, los colores, los olores, las sensaciones que pugnaban por apoderarse de una parte de su cerebro. “El Circo es un lugar maravilloso”, pensó Manuelito cuando su padre lo empujó hacia la entrada de la gran carpa.
            Una vez sentados en sus asientos de madera, la función dio comienzo. Un foco iluminó la pista central y el director de escena; un hombrecillo vestido con esmoquin rojo, pantalones negros, botas de montar altas y un graciosísimo sombrero de copa negro que seguramente coronaba una cabeza calva. Dio dos pasos cortos, se cuadró y agitándose con nerviosismo e inició su ritual. Agarró un micrófono brillante que descendió de las alturas, carraspeó un par de veces y comenzó con su perorata circense:  
            —¡Señoras y señores, niños y niñas, público en general y seres diminutos en particular —hizo una pausa muy estudiada, para crear la expectación deseada y continuó con su charla fácil—. Ustedes verán en este nuestro Circo, que ahora mismo es también el suyo; a la mujer barbuda, al hombre más fuerte el del mundo, a los jinetes más expertos. Sin olvidarnos de los payasos, trapecistas, domadores de leones… ¡Y ahora! —gritó— ¡el gran elefanteee africanooo!
            Manuelito comía sus palomitas de maíz sin llegar a perder detalle; observaba cómo los payasos hacían reír a todo el mundo en el centro de la pista con sus locas cabriolas. Las risas primero se silencio y después fueron sustituidas por un descomunal ¡Ohhh!, al ver cómo entraba en la pista central el gran elefante africano. Al verlo, los niños se quedaron boquiabiertos de admiración, mientras los padres se preocupaban por si el animal escapaba al control de su domador. Si eso ocurría la muerte era más que segura.
            Manuelito miró a su padre con el rabillo del ojo y le preguntó:
            —¿Es muy fuerte, papi?
            —Sí, Manuelito, muy fuerte. Con su fuerza es capaz de arrancar con un solo movimiento de su trompa la carpa de este magnífico Circo.
            —¿Tan fuerte es papi?
            —Sí, hijo mío. El elefante es uno de los animales más poderosos de la tierra. Tiene la fuerza de los antiguos titanes.
            —¿Es tan fuerte, papi? —le volvió a preguntar Manuelito incrédulo, porque él había leído en el colegio que los titanes era seres tan poderosos que se igualaban en fuerza y poder a los dioses del Olimpo.
            —Sí, muy fuerte.
            —¿Luego podremos verlo más de cerca, papi?
            —Eso no lo sé hijo. Tendremos que preguntarle al dueño del Circo. Cuando termine la función le diremos. Pero ahora mira, mira al elefante; ves cómo se pone a dos patas y las personas se cuelgan de él como si fuesen monitos amaestrados.
            —Sí, es maravilloso papi. Muchas gracias por traerme. Hoy es el mejor día de mi vida.
            —Me alegro muchísimo hijo. Para mí también está siendo un día memorable.
            —Es un momento mágico que estamos compartiendo papi. Es maravilloso estar aquí contigo. Espero que después podamos ir a ver al elefante.
—Seguro —le respondió su padre.
Una vez terminada la primera de las dos funciones del día. La gente comenzó a salir poco a poco de la carpa del Circo. Intentando asimilar las maravillas que habían visto. Los niños satisfechos, los padres encantados por haber recuperado, aunque fuese por dos horas, sensaciones pasadas, casi olvidadas en el reloj de su tiempo personal.
Manuelito y su padre se dirigieron a la parte posterior de la carpa, donde estaban los camiones del Circo y su gente.
—Buenos días —saludó el padre de Manuelito a un trapecista que estaba haciendo sus ejercicios de estiramiento—. ¿Sería usted tan amable de indicarme quién es el gerente del Circo, por favor?
—Allí, es aquel hombre, el del smoking rojo…—le indicó el trapecista con una sonrisa en los labios.
Se acercaron al hombre y el padre de Manuelito le preguntó:
—Buenos días, ¿podríamos ver al elefante africano, por favor? A mi hijo le encantaría verlo de cerca. ¿Podría ser?
El hombre lo escudriño con curiosidad, como si no hubiese entendido la pregunta que le habían formulado, después; con la misma calma fue recorriendo al padre hasta llegar al hijo. El niño lo miraba con ojillos intrigados, suplicantes y deseosos a partes iguales.
—¡Claro! —le respondió—, yo comprendo muy bien a estos chicos. A mí, sin ir más lejos, me pasó lo mismo cuando tendría más o menos su edad. Síganme; lo tenemos allá detrás.
Se aproximaron al lugar donde se encontraba el elefante.
—¿Papi por qué está atado el elefante?
—Bueno, hijo, es normal. Tienes que pensar que este animal es capaz de arrancar la carpa del Circo en un abrir y cerrar de ojos. Es un animal muy fuerte. Por eso, lo tienen atado.
—Pero, no lo entiendo —le dijo Manuelito, con aire abatido.
—¿Qué no entiendes, hijo?
—No puede ser, papi. Me has mentido. No puede ser tan fuerte como dices.
—¿Por qué dices eso? Sabes que no debes hablar así. Yo nunca te he mentido. Esas palabras son muy duras, hijo.
—Lo sé, papi. Pero me has mentido.
—¿En qué te he mentido? No sé, por qué dices eso, la verdad.
—Porque papi, ¿no ves esa estaca?
—Sí, la veo. ¿Y?
—No ves que es minúscula. No entiendo por qué si es un animal tan fuerte no puede soltarse de esa cosita tan pequeña.
El padre de Manuelito lo miró con severidad y le dijo:
—Hijo, no debes hablar nunca más así.
—Pero, papi…
—No hay peros que valgan. Hijo, hablas cosas que no sabes.
—Sí, pero, papi. Esa estaca es muy pequeña, incluso yo podría arrancarla de la tierra. Y si es tan fuerte como dices…
—Manuel, como ya te he dicho, no debes hablar así, y menos sin saber lo que estás diciendo. La realidad no es siempre lo que parece.
—Lo siento, papi. Pero sigo sin comprender la razón por la que el elefante no puede soltarse de esa estaca tan pequeña.
—Te lo voy a explicar, hijo. Ahora sólo ves a un animal muy grande, ¿verdad?
—Sí, papi.
—Bien. Pero no has pensado que este elefante, lo mismo que tú, también fue pequeño.
—Sí, claro. Eso lo sé…
—Y no has pensado, antes de decirme que te mentía, que lo mismo que te pasará a ti; es decir, que crecerás y te harás un hombre. El elefante fue también una cría pequeñita de elefante. Un elefantito atado a una estaca parecida a la que tiene ahora mismo en la pata trasera.
—No, papi. No llegué a pensar en eso. Sólo vi que un animal tan grande y poderoso no podía soltarse de algo tan pequeño.
—Eso hijo, es lo que todo el mundo vería; pero como ya te he dicho muchas veces, no todo lo que vemos es en realidad lo que es. Siempre debemos mirar más allá de las cosas. Y pensar antes de decir palabras tan crueles como las que tú me has dicho. Porque como te explicaba, este magnífico animal, antes fue una cría, un bebito de elefante. Y cada día, cuando era así de pequeñito (su padre le señaló el tamaño del animal con las manos), con sus cortas fuerzas intentó e intentó, una y otra vez, soltarse de una estaca tan diminuta como la que ves ahora en su pata, pero no pudo. Aunque él lo ansiaba con todas sus fuerzas, no pudo soltarse. Sólo deseaba una cosa en la vida, sólo una: liberarse de su atadura, de su estaca, sin embargo, no podía y esa realidad tan cruel, su realidad, en la que no conseguía librarse de la estaca, fue la que se le quedó grabada a fuego en su cerebro infantil. Así que, no debes extrañarte que este poderoso animal ni siquiera intente desengancharse de su estaca; porque para él es el lastre más poderoso y pesado del mundo. Porque él cree que nunca podrá arrancarla. Aunque ponga en ello toda la fuerza de la que es capaz. Ese es el primero de los errores del elefante, el no volver a intentarlo. El segundo, el creerse incapaz de deshacerse de algo tan ínfimo. Y es algo normal, Manuelito, a nosotros nos pasa lo mismo, tenemos demasiadas estacas en nuestro camino. Estacas de las que debemos soltarnos, pero que lo mismo que el elefante con toda su fuerza no podemos, no porque no lo deseemos, sino porque no logramos hacernos conscientes que podemos hacerlo. ¿Lo has comprendido, hijo?
Manuelito miró a su padre con todo el orgullo y el amor que había en su corazón y le respondió:
—Sí, papi. Ahora sí. Y siento mucho haber dudado de ti.
—No importa. El ser humano es así, incrédulo por naturaleza. Pero espero que esto te sirva de lección. La mayoría de las veces, las cosas que vemos, no siempre se ajustan a la realidad que nosotros pensamos o creemos. Son proyecciones de lo que hemos reflexionado, deseado o supuesto. Sin embargo, siempre debes pensar en lo invisible; porque en la vida te encontrarás en situaciones parecidas, y no debes juzgar nunca una situación a la ligera, sin tener en cuenta todas las posibilidades.
—Gracias, papi.
—No, hijo. No te preocupes. Sólo debes recapacitar antes de decir algo que pueda herir a las personas que amas y tienes más cerca de tu corazón. Eso no es bueno ni para ti ni para los demás.
—No lo haré más, papi.

—Sabia decisión. Muy bien hijo. Ahora debemos irnos a casa, que tu madre debe estar preocupada por nosotros. 

martes, 21 de enero de 2014

DESMONTANDO LA REALIDAD






Día uno:

Hoy empiezo mi diario personal, ¿qué saldrá de esto?, me pregunto aunque en realidad me importa una puta mierda; vaya lenguaje, empezamos bien. No entiendo, por qué me cuesta o mejor dicho, nos cuesta hablar mejor. Ya lo decía mi madre: “Hablar bien no cuesta nada”; bueno mamá, no te costará nada a ti, que eres una reprimida, a mí, hablar bien, me cuesta tanto como ponerme unos pantalones dos tallas más pequeño; me los pongo, claro, pero luego necesito una bombona de oxígeno para poder respirar, así que, pienso, qué cojones importa como hable, si al final seguro que nadie leerá esto. 
Pero a lo que iba, os estaba hablando, bueno, me estaba hablando, pero suena mejor eso de decir: “os estaba hablando”, suena mucho menos cretino por mi parte, o al menos eso me parece, porque esto de escribir un diario personal seguro que es una pérdida de tiempo, y cuando lo vea en el cajón me cagaré en él, por haber escrito lo que se supone que sólo debía pensar, esas cosas que sólo se hablan en la mente, sí, ya sabéis, eso que sólo sabe vuestra voz en off que pone a parir a todo el mundo; sí, ya sé que me diréis: “no hermano, yo no tengo esa voz en mi cabecita que está todo el día jodiendo, poniéndote a parir a ti, a tu mujer, a tu marido, a tus hijos, a la madre que te parió…”, Si creéis eso, estáis peor de lo que pensaba, porque os diré un secretito: ¡MENTIRA MAMONES! Porque es algo que hacemos TODOS nosotros, y cuando digo TODOS es todos, los buenos, los malos, los regulares, los malísimos…, todos tenemos esa maldita voz en off que nos taladra, que nos jode el cerebro, sí, la misma que cuando una tía gorda, con toda su humanidad sudorosa se sienta en el asiento de alado del autobús, porque es el único libre que queda, y vosotros, rezáis para que la voluminosa señora salga despedida por la luna del autobús, porque seguro que sería muchísimo menos doloroso que sentir ese sudor acre pegándose en vuestra piel, ¡joder!, pensaréis: “la madre que la parió, menuda foca, la hostia, me levantaría y yo mismo/a la sacaría a patadas del autobús”. Algo que nadie hace, claro, porque qué seríamos entonces, ya sé la respuesta, tampoco se necesita un máster en empresariales para saber que la gente os miraría como si fueseis apestados, pero claro, como ellos van cómodamente sentados sin soportar los sudores ni los efluvios de una ninfa semejante. Entonces os toca, sacar la socorrida vocecita, y ponerla a parir a ella, y a toda la generación, al ayuntamiento, a la ciudad y a la madre que os parió por no haberos dado más talento para poder ganar más dinero para comprar un coche, o al menos, lo necesario como para poder ir en una moto. Pero esa es otra historia y yo ahora os estaba hablando de mi diario personal. 
Como suelen recomendar los que llevan un diario personal, cosa que como digo, es la primera vez que intento, así que, tampoco esperéis maravillas de este… Bueno, bueno, que me vuelvo a perder, ¡Dios!, las digresiones son mi pan de cada día. ¿Qué haría yo sin ellas?, supongo que aburrirme mucho. Retomando nuevamente el hilo de mi argumentación, aunque sería mucho más sencillo si fuese el del Ariadna, porque entonces, yo sería un héroe mítico, un Teseo moderno, lleno de contradicciones, problemas con la hipoteca, la mujer, el jefe, la familia… y una lista casi interminable de obligaciones, y ningún derecho, y no el pobre escritorzuelo de medio pelo que soy en realidad. Pero me encantaría de verdad ser un Prometeo moderno, un Hércules majestuoso, al que no tuviera miedo a nada, y todo le diera risa, y no lo que me sucede en realidad, donde todo me da miedo y nada me da risa; ni las películas de Woody Allen me hacen ya gracia, no sé si será por mí, o porque el genio neoyorkino ha ido perdido la chispa por el camino o la mujer, esa jovencita trasnochada lo ha ido secando gota a gota con sus cánticos de sirena. Ni idea, pero la verdad, cada vez me gusta menos, aunque a veces, parece que aún recupera la grandeza del Fénix, y como dice el refrán: “Donde hubo fuego, aún quedan cenizas”, pues en el caso del viejo Woody, le pasa algo así. Espero que Woody Allen me permita la licencia o mejor dicho, la confianza, de llamarlo viejo; claro que tampoco lo he llamado vejete, carcamal, o cualquier otro apelativo menos cariñoso, que por otra parte lo es, quiero decir, que el hombre parece un matusalén con gafas, y eso si que no me lo va a discutir nadie, o ¿sí? 
Pero a lo que iba, yo os estaba hablando de mi diario, bueno, digo “os”, por decir algo, porque se supone que esto me lo estoy contando a mí, pero como a veces, hay cosas que ni siquiera te gusta contarte a ti mismo, porque te parecen un peñazo, pues haré caso a los que saben de esto de los diarios personales y le pondré un nombre, así le hablaré a él, o sea, al diario personalizado por un nombre estupendo, alguien que admire o algo así, y no a “vosotros” que no sé si me leeréis alguna vez, porque tal y como están las cosas, creo que antes me muero de artritis que alguien que no sea yo lea este diario de pacotilla que estoy escribiendo por dos razones fundamentales; la primera, porque me da la gana, obvio, porque nadie me está obligando a escribir este rollazo insoportable, la segunda, porque estoy bloqueado, no sé qué escribir, tengo eso que llaman los sesudos, los santones de la escritura: un bloqueo, aunque a mí me gusta mucho más el término ciclístico; tengo una pájara de padre y señor mío. Algo impresionante, me pongo delante del escritorio, pienso, pienso y pienso, pienso tanto que parezco ya el pensador de Rodin, aunque yo no me pongo en una postura tan cojonuda, ni estoy desnudo. Por lo demás, me pongo delante de la pantalla del ordenador y la miro como un idiota, como si me fuera la vida en ello, cosa que así es, porque yo me gano la vida con esto de las palabras; sacando, escarbando, rebuscando, o como yo digo, cuando tengo dos copazos de más, espeleología del alma humana, ya que, creo, por no decir, aseguro, que los animales la tienen también; al menos eso pienso cuando miro a mi tortuga caimán Atila y abre esa bocota que tiene que parece decirme: “Capullo tienes suerte de no estar cerca de mis mandíbulas, y más suerte de no ser pez, que si no, ni la contabas, mamarracho”. Por eso, cada vez que le cambio el agua, porque Dios mío, cualquiera se acerca a la susodicha sin pedirle permiso a las fosas nasales y a lo que pueda encontrarse por allí, que seguro, que si pudiesen estar en otra parte lo estaban, de eso doy fe; porque yo lo aguando porque no tengo más remedio, y como digo, en esos momentos que pienso, la tiro por el retrete, algo imposible, porque lo de Atila, no le viene dado por lo diminuta, aunque alguien lo haya podido pensar, porque este tipo de tortuga acuática puede llegar al metro de largo y a los 90 kilos, vaya un animalito de Dios al cual menos no acercarse mucho, lo digo, porque su mordida es una de las más poderosas del reino animal y, claro, no creo que a nadie le haga mucha gracia, verse la mano, y luego decirse, ¡joder, dónde está mi mano!, pues te lo diré yo, amigo. Tu mano la tiene mi mascota dentro de su caparazón, sí, no te asustes, que al menos ha servido para algo más que darte pajas y esas cosas, algo que ya abusabas, porque está muy bien esos de ser onanista, pero hasta cierto punto, ¿no? Y hablando de onanismo, el mío es propio de los políticos, soy lo mismo que ellos, hablo, hablo, bueno, en mi caso, escribo, escribo; aunque esto no se puede decir que sea escribir, escribir lo que hacía antes, con lo que me ganaba el pan, ahora, emborrono páginas, garabateo algunos pensamientos, la mayoría ridículos, pero siempre sin llegar a lo obsceno, porque eso, lo guardo para mi señora y para mí. Me encantan esas conversaciones en la cama, cuando tenemos un libro de Henry Miller y le leo pasajes, en los que Miller bate los records propio de Ewin Moses, ese negrazo con cuerpo de dios de ébano, que ¡quien lo pillase!, pensarán muchas señoras con añoranzas de tener a un Tom para ellas solas; sin embargo, a mí, la naturaleza tampoco me ha tratado tan mal ni tan bien, claro, no soy Miller, pero tampoco puedo quejarme, porque entre nosotros, o entre este diario y yo, que viene a ser lo mismo; Miller es más que un poquito fanfarrón, mucha literatura, mucha bebida y mucha hambre, me parece a mí. De lo demás, de las mujeres que se tiraba, ni olerlas, seguro que en esos viajes alcohólicos, donde uno empieza y termina siempre en el mismo lugar: vomitando en alguna esquina, llorando la pérdida de algún amor y con la calentura mordiéndote la entrepierna. Cosa, que le pasaba demasiado al cachondón de Miller; aunque yo de ese tipo conozco a muchos, a demasiados diría yo, vas andando por la calle y miras a la gente y solo ves una cosa tatuada en sus caras: REPRIMIDOS. Así que, qué podemos pedirle al viejo Miller, tampoco importa demasiado que el pobre hombre se pusiese caliente fantaseando un poco mientras una puta le hacía un trabajito. 
Hablando de otras cosas; casi me olvido de algo importante, no “os” he contado, o no me he dicho cómo voy a llamar a mi diario personal; los que saben de esto y llevan media vida escribiendo diarios, como por ejemplo Virginia Woolf que escribió uno, León Tolstói, Susan Sontag, entre otros muchos escritoras/es… que han escrito un diario personal, y como no, el mío, que aunque no tenga tanta envergadura ni peso, tengo la santísima paciencia y devoción de escribirlo, porque sí, porque quiero, o porque no tengo más remedio que escribirlo, porque ahora que las horas son eternas y las ideas literarias no vienen, puedo salir al balcón y mirar la fauna humana que me rodea y criticarla a gusto, como a mí me gusta, como siempre he hecho, o al menos, he pretendido; porque si no, para qué queremos a los escritores. Seguro que mucha gente me dirá, para que nos alimenten el alma, “¡Paparruchas!”, como diría el señor Ebenezer Scrooge. Tonterías como digo yo, que soy algo más castizo que este personaje de Dickens. Vaya, ya me he vuelto a enrollar otra vez como la sandalia de un romano, recapitulando, o mejor, utilizando el argot futbolístico, que tanto nos gusta en este país nuestro, utilizando la moviola, es decir, volviendo a repetir la jugada, para que a todos, incluso a ese inútil que es el árbitro le quede muy clarito que sí, ¡joder!, que era penalti, que sólo un ciego como él que no ve ni a un elefante en el ojo de Messi, no lo ha visto. Ya estamos otra vez igual, al final, seguro que explico el partido de la Copa del Rey, la ida y la vuelta, pero no digo ni una sola palabra de lo que realmente es importante, el nombre que le he puesto a mi diario, el hombre imaginario al que confesaré todos los trapos sucios de una mente sucia, muy sucia, como no puede ser de otra forma, porque todas las mentes, queramos admitirlo o no, son sucias, aunque no creo que nadie lo admita, pero cada cual con su cruz, yo la mía la llevo bien alta, o al menos, eso es lo que intento demostrar con estas líneas que están a caballo entre diario personal, novela social-filosófica, ensayo de bolsillo, y canto de cantares, porque la religión siempre tiene que estar en alguna parte. ¡Dios!, no sé por qué soy tan plomo, la verdad sea dicha, ahora lo diré, porque ya me vale, soy pesadito como yo solo, y me repito un poquito menos que el ajo. Bueno, ahí va, el nombre de mi diario será Bob. Bob, sí, las razones, para mí son obvias, como no, si yo le he puesto el nombre, la verdad es que mi madre se quedó descansando cuando me parió, lo tengo claro, pero para los que no lo tengan tan claro, porque no comparten la preclaridad de mi inmensa inteligencia; qué puedo decir, es mi diario, y no tengo abuela, así que, como sé que nadie me va a decir: “¡Dios, eres genial, que bien escribes…!”, pues me lo digo yo, que tampoco está nada mal subirse un poco la autoestima. Ahora procederé, como si fuese a matar a un verraco de 650 kilos, a la explicación de ese nombre tan cansino, anodino, si lo preferís, pero la verdad, por nada del mundo le pondría “Joaquín”, porque aunque Sabina tiene alguna canción que otra que puedo soportar siempre que he tomado como él, unos cuantos whiskies de más y sin hielo, porque el agua para los peces o las ranas, para nosotros solo, como los hombrecitos, creo que en lo más profundo de nuestras almas, tenemos esa espinita clavada de no haber vivido en el Ford West y haber disparado contra algo, o alguien, no sé; a mí al menos me corroe esa envidia mal sana. Aún recuerdo cuando era pequeño y veía los duelos de esos tipos duros, tan duros que cuando miraban al aire se detenía, yo me imaginaba ser uno de ellos, y no un crío con sandalias y pantalones cortos… cosa que odiaba a muerte, tanto como los buenos a los malos, los indios al séptimo de caballería; así odiaba yo mis pantalones cortos y mis sandalias. Por eso, no le he puesto “Joaquín”, y sí “Bob”, lo llamo Bob, por “Bob Dylan”; ese poeta urbano, cantamañanas trasnochado con pinta de gorrión y voz de alcohólico a tiempo total. Un tipo que se ha ganado el amor y el odio a partes iguales, el deseo y la repugnancia por lo que es, por que lo fue y por lo que aún le queda; porque el poeta de las masas sin voz, todavía le queda algo de cuerda, o tal vez mucha cuerda; lo de estar casi conservado en alcohol tiene sus ventajas, ¿no? Como no podéis contestarme ni vosotros ni Bob, yo me respondo: Sí.
Cambiando de tercio, término muy taurino, aunque no me gusta nada eso de los toros, me encanta las tonterías que pueden hablar esos idiotas que salen en la tele y narran las grandezas que hace un notarrón con mallas, zapatitos de ballet y el paquete bien marcado, porque es la única forma que tienen de sentirse poderosos. Algunos me diréis: “eres un imbécil”, puede ser, pero yo no le veo ningún mérito hacer “arte” con un animal que ya lo han dejado medio muerto, porque lo que nadie me va a discutir y si lo hace, será porque una de dos, o le faltan luces, o se le han fundido las que le quedaban. Como decía, nadie me va a discutir que no es una mamarrachada que un tío se ponga a torrear a un animal que está casi muerto, ¿por qué no le dan a él?, quiero decir, al “maestro” una paliza y lo tiran al medio del ruedo con el toro entero, con lo de “entero” quiero decir sin picar, a ver qué hace el “maestro”, seguro que el valor que tanto dicen tener, cosa que no lo dudo, porque yo no lo haría ni queriendo, eso de ponerme delante de un animal y ponerme a hacer el mono con un trapito; pero como dice mi mujer, para gustos, los colores. Creo, no, afirmo que en mi arcoíris personal no existen colores que apoyen esa barbarie, aunque comprenda que hayan muchas personas que se pongan cachondos viendo ese espectáculo, es lo más cercano que aún nos queda del circo romano y de los gladiadores; cuando la vida de los hombres valía tanto como un puñado de sal, incluso menos. Y cambiando de tema, me gustaría contaros a vosotros y a Bob, algo que me corroe, bueno, no sé si llega a tanto pero sí me jode lo suficiente como para escribirlo aquí. Me gustaría hablaros de mi vecino Roberto. No sé si el hijo de su madre se llamará así, pero me da lo mismo, para lo que lo quiero se podría llamar: Vicente, Juan, Andrés Casimiro o Papá Noel; lo mismo sería, porque lo que me apetece es darle una soberana paliza a ese paleto de mierda. Cuando tengo la desgracia de verlo en su balcón canturreando la última canción Pop de la radio y bebiendo su cerveza me dan ganas de matarlo a hostias. Es entonces cuando me alucino ser un detective de esos de las películas clásicas norteamericanas donde los actores sabían lo que hacían y los guiones eran música para los oídos, no las mierdas que tenemos que soportar, que ahora no sabes dónde mirar, si a la pantalla o al suelo, pero con lo que te cuesta una maldita entrada como para no mirar a la pantallita de los cojones, qué otra te queda, aunque te den ganas de saltar las tres butacas que te separan del acomodador y darle dos patadas en las partes blandas antes de arrancarle de su cartera el importe de tu entrada. Eso me parece el cine actual, una porquería que tenemos que soportar, aunque como todo en la vida existan excepciones que cuando las encontramos en la cartelera nos hacen carcajearnos porque nos decimos que aún existe Dios. A lo que iba, me encantaría tener a Roberto, Robert para los amigos, tenerlo en una habitación insonorizada y poder reventarlo a hostias. Sería un placer incontenible, indescriptible, inclasificable, en otras palabras, todos los “in…” del mundo. Ya me imagino entrando por la puerta, quitándome la chaqueta, sacando el paquete de tabaco, dejándolo en la mesa. Una mesa de esas del IKEA: blanca, con patas de metal y enganchada al suelo para que ningún imbécil como el que tengo delante, si lo esposamos a una de las patas pueda escapar. 
Me lo imagino ahí, sentado, ese pedazo de mierda de 1.87, flaco como un palo, estúpido como él solo, con su piel de metrosexual cuidada hasta el paroxismo, y yo con mi barba de dos semanas, demasiado perro para comprar cuchillas, demasiado cansado de afeitarme y cortarme como para hacerlo; además, qué cojones me importa a mí cómo me pueda ver este hijo de la gran puta. Estos mierdas siempre tienen unas madres estupendas, de esas que si las presentas a un premio, ganan. Así son las cosas, mientras que yo tengo una madre que en realidad me parece más una Ogra que una madre sacada de un cuento de hadas. Pero qué le vamos hacer, las cosas no pueden ser siempre como las queremos, ¿o sí? No lo creo, pero como dice la canción: “Nunca llueve a gusto de todos”. Sin embargo, a lo que íbamos, estaba en la sala, poniendo el paquete de tabaco de forma chulesca sobre la mesa, sacando un cigarrillo del paquete, encendiéndolo con mi zippo, dejándolo un rato para molar, ya sabes, como decir: “qué pasa mamonazo de mierda…” Dos caladas y lo que siempre funciona o lo que me apetece hacerle a este hijo de mil putas: tirarle el humo a los ojos, seguro que eso le jode un rato largo, y si no fuma, le doy una leche con la mano abierta para iniciar el precalentamiento. De allí no sale sin una rifa de hostias… Me vuelvo a mi asiento y me reclino hasta el punto que parece que voy a frenar con el cogote una caída más que clara; aunque me importa una puta mierda. 
Un ligero crujido de dedos, cagarme en la hostia puta con todas mis ganas y ya estoy listo. El cigarrillo se lo apago en la mano; después le doy una patada en los huevos, aunque mejor le meto un taconazo para que le joda más. Para qué cojones quiere ese mierda unas pelotas, si lo que tendría que hacerle es caparlo, el semen de este miserable sólo debe tener una meta: dejar preñada a una puñetera foca. Me carcajeo y comienzo con las hostias, le doy por que sí, porque me cae como el culo, y porque con esa cara de mierda no se le puede hacer otra cosa, además, para qué tener una cara de pánfilo si no es para que te la partan de una puta vez. Cuando termino con él, no le quedan ganas ni de pensar, seguro que sus lecciones de tricotar, de decirle a su mujer lo bueno que es, lo mucho que debe amarlo…, se le quitan; aunque lo mejor de todo es que yo le he dado la de Cristo y me siendo de puta madre, sin necesidad de disfrazarme del zorro y de esperarlo en la esquina de la calle X; para darle lo que no está escrito; gilipolleces. Lo mejor que se le puede hacer a tipos como este es darles bien dado, reventarles la boca, los huevos y lo que se ponga por delante de tu pie, de tu mano, o de tu puño. Sangre es lo único que quiero ver en su cara de estúpido, sangre es lo que quiero ver en sus pantalones y camisas de marca, en una palabra: sangre es lo que quiero ver en todo ese cabrón de mierda; que incluso Cristo le envidiaría. [...]

sábado, 18 de enero de 2014

MANOS





Manos grandes.,
manos llenas de odio,
manos que desean destruir una vida,
manos que rompen,
manos que arrancan sus propias entrañas,
manos que cuando las miras son de otro,
manos sin nombre,
manos rojas,
manos blancas,
manos negras,
manos amarillas,
manos, manos...
Manos que ya no saben hablar porque sus dedos ya no les pertenecen,
manos que construyen el olvido.
Manos vacías que nunca volverán a acariciar,
manos sin alma.

viernes, 17 de enero de 2014

DUNAS



Tu piel de arena fina pronuncia mi nombre cada noche,
y yo anhelante de un lugar donde cobijarme te persigo en un océano de sombras.
Cuando monto mi campamento en medio del desierto abismal,
Sueño con tu piel de arena fundiéndose con la mía,
y es cuando me veo transitando con toda libertad tus dominios indómitos,
que me son ofrecidos como sacrificio de tu amor.
Camino aturdido por el deseo hasta que encuentro las dunas que forman tus senos
coronados por dos dulces dátiles que sacian mi hambriento cuerpo.
Una vez repuesto, sigo mi peregrinaje de penitente enamorado hasta encontrar un
oasis entre tus mulos de coral,
donde bebo de tu ambrosía hasta saciar mi sed,
y como recompensa a tu dulce hospitalidad,
dejo que mi lengua de espuma de mar borre cual ola los malos recuerdos que castigan
tu mente,
mientras mis dedos ágiles como corceles invisibles, cabalgan raudos por su cuerpo
 huidizo y cambiante hasta alcanzar la seguridad de sus cabellos sin estrellas. 

lunes, 13 de enero de 2014

SUENA LA CAMPANA



A veces me siento como el boxeador, que con el último gancho al mentón, busca aire donde no lo hay; porque los pulmones no reaccionan y el corazón bombea más lento de lo que realmente necesitas. Cuando esto pasa, normalmente, me refugio en ese mundo de tinieblas donde las sombras son tus amigas y tus consejeras. Y es cuando pienso en el viejo Poe en su destartalado cuarto esperando la visita de su fiel compañero de infortunio: el cuervo que picotea con insidia el cristal de la ventana para poder entrar. Un compañero que a todos nos persigue, incluso a los que tienen la guardia alta.
No importa que seas un gran púgil, porque, lamentablemente, siempre te encontrarás con alguien mucho mejor que tú, que leerá en ti algún defecto en tu guardia perfecta (según tú) y que aprovechará para noquearte de un certero golpe que aparecerá de la nada. Y será en esos momentos, que buscas con desesperación llenar los pulmones porque no deseas por nada del mundo besar la lona, cuando debes estar más tranquilo; porque en tu fuero interno te engañas diciéndote que sólo ha sido un golpe de suerte, sólo eso, porque tu combate continúa y tu adversario te sigue estudiándote con malicia, con hambre de ti.

En esos instantes de duda, cuando todo lo aprendido te sugiere, incluso te suplica que te retires, es cuando debes seguir luchando hasta que escuches la campana y con su dulce sonido metálico podrás regresar maltrecho a tu rincón y lamerte las heridas hasta el siguiente round en el que te dejarás la piel, no porque debas, ni siquiera porque sea lo que tus músculos te pidan, simplemente lo harás porque es ya tu inercia, tu forma de ser, tu pájaro de mal agüero.