miércoles, 22 de enero de 2014

EL CIRCO



A Manuelito le encantaba observar cómo su padre regresaba de la fábrica con aire pesado y pasos cansados como si fuese un animal malherido. Lo estudiaba desde la ventana del comedor como lo hubiese hecho un cazador experimentado, esperando su oportunidad para disparar su arma de largo alcance.
Otras veces, el niño se imaginaba que era una fiera salvaje; y por eso, se agazapaba silencioso detrás del sofá del salón, dispuesto a saltar sobre él con la fiereza de un tigrillo amazónico.
Cuando su padre saludaba a la casa con su voz timbrada, la emoción que sentía Manuelito era casi insoportable. Su corazón parecía siempre a punto de explotar de orgullo y admiración. Deseaba salir de su escondrijo, aunque sabía las reglas, y eso lo retenía en alerta. La señal para iniciar la caza la daba su madre al salir de la cocina y besar s su madre; aquel era la señal entre cazador y presa para que Manuelito salía disparado como un cohete a los brazos de su padre, darle un beso y sin dejarle tiempo a quitarse el abrigo o dejar la cartera en el paragüeros de la entrada, acribillarlo a preguntas:
—¡Papá, papá!, ¿me llevarías al Circo?
—Claro, Manu, pero sabes que sólo podré llevarte si viene a nuestra ciudad. Porque papi trabaja muy duro para mantener a la familia…
—Lo sé, lo sé… —le dijo el niño con los ojos iluminados por la emoción—. ¿Pero estás seguro que me llevarás, papi?
—Sí, Manu. Además, tú sabes que yo no te miento.
—Lo sé, papi. ¡Gracias!
Manuelito se acercó a su padre y le dio otro beso en la mejilla tan sonoro que lleno el pasillo con el sonido que le arrancó a la cara del padre; sabiendo mejor que nadie que su padre nunca mentía y menos aún rompería una promesa hecha. Manuelito rezó para que el Circo viniese pronto a su ciudad, así él y su padre, por fin, podrían ir juntos a pasar una velada memorable, o al menos eso pensaba él.
Los días pasaban con la misma cadencia que las hojas del almanaque iban siendo arranadas por las bellísimas manos de su madre. Manuelito, casi había perdido la esperanza de ir con su padre al Circo, hasta que llegó a sus manos un roído cartel, que nadie en el pueblo supo explicarse cómo pudo haber llegado hasta las manos del niño muchísimo antes de que apareciera el Circo en la ciudad. ¿Magia?, se preguntaron algunos, ¿Destino?, elucubraron otros, que siempre discutían de política y de futbol en el bar de Damián. ¿Casualidad? Comentaron algunas señoras con aire emocionado. Aunque a ellas no les importaba demasiado, ya que ellas siempre recordarían cuando el Circo llegó a la ciudad con sus fanfarrias, los colores del arco iris tatuados en los atuendos en los trajes de los payasos y las damas más hermosas jamás imaginadas por ninguna de ellas. “Mujeres exóticas”, como decían los maridos, cuando sus esposas no les podían oír. Siempre sucedía de la misma forma: cuando salían al balcón a fumarse el último cigarro del día era el momento en el que se permitían fantasear con escapadas imposibles, donde dejaban atrás sus vidas miserables y se convertían en faquires, comefuegos, payasos imposibles que hacían reír a niños y a los grandes, donde nada les importaba porque habían alcanzado el conocimiento mayor que en una vida se puede alcanzar: saber que nada se puede tomar uno demasiado enserio, porque al final, nada tiene tanta importancia como la propia felicidad…; se veían a sí mismos como príncipes amados por princesas orientales necesitadas de hombres valerosos, donde los reproches no existían, y el valor y la gallardía, eran las únicas vestimentas de estos cincuentones aburguesados. Al final, lo imaginado se acababa apagando como las brasas de sus cigarros al caer en la calle y ser pisoteados por los viandantes. En esos instantes, los mismo en los que volvían a su realidad, cerraban la puerta y volvía al calor de sus mujeres, a la rutia que tanto odiaban, aquella en la que se sabía presos de un mañana sin fin en el que jamás podría ser libres. Por eso sólo les quedaba el espejismo de imaginar que algún día podrían escapar a un mundo donde todos sus pecados, incluso el de la imaginación, serían perdonados. Mientras ellos se dejaban imbuir por quimeras eróticas, sus mujeres, con ojos felinos, esperaban agazapadas detrás de las puertas de las habitaciones, esperando a que los pobres incautos entrasen de fumar, lo que ellas aprovechaban para saltarles encima y matarlos de una dentellada precisa en el escuálido cuello como si fuesen gorriones callejeros. “¡En esta casa ya no hay lugar para la felicidad! —les gritaban poseídas por un odio primal—. Esa época hace tiempo que paso, y no pienso dejar que vuelvas a intentar ser algo que no puedes ni debes ser —les aleccionaban como madres que no quieran tener hijos soñadores.” El marido de turno se callaba como un niño descubierto en una travesura, ponía la mirada ausente y tenían pensamientos tan raudos como el aire que ninguna de ellas, felinas consumadas, podían atrapar con sus grandes zarpas, aunque éstas estuviesen hechas de tela de araña. Nada de eso les servía, su nuevo estado los hacía ligeros como plumas y a ellas pesadas como piedras. Sus cuerpos reposaban tranquilos, placidos como potrillos esperando entrever un hueco ínfimo para escaparse por allá sin delatarse con un relincho infantil.
Al correr la voz por el pueblo que el Circo llegaba con sus colores y fanfarrias espectaculares, los ánimos de la población fueron cambiado, en el aire olía de otra manera y los pensamientos tomaron los hogares como un ejército invasor, preñando imaginaciones y desasosiegos por igual. Y las personas que en ellos habitan, modificaron sus actitudes, con lo que se volvió a reproducir el milagro del Circo. Donde antes se discutía, ahora se podía escuchar la sonoridad del amor, con sus besos y risas...
—¡Papi, papi, mira, mira! —le dijo Manuelito mostrándole un papel arrugado—. ¡El Circo por fin llegó a la ciudad! Estoy muy feliz papi, al fin podremos ir. ¡Qué bien, qué bien! —recitó como si fuese una lección del colegio mientras daba vueltas alrededor de su padre.
Pero por un instante el niño sustituyó la alegría que hacía sólo unos segundos se le había dibujado en la cara, por una pena infinita. El padre lo miró sin comprender y le preguntó:
—¿Sucede algo, hijo?
Manuelito lo volvió a mirar, observó el papel que guardaba entre sus manos como si fuese el mayor de los tesoros de la tierra y sin atreverse a decir lo que realmente pensaba dijo en voz baja:
—Bueno, papá. No creo que al final podamos ir al Circo. Y eso me da mucha pena…
—¿Por qué dices eso Manu? —le preguntó su padres—.Yo te prometí que iríamos si venía a la ciudad, ¿no es así?
—Sí, lo sé papi, pero… —dejó que su “pero” se aguantase en un largo silencio; tenía miedo de hablar.
—Pero qué Manu, dime. ¿No tienes confianza con tu padre?
—Sí, claro papá. Pero he estado pensando toda la mañana mientras te esperaba a que llegaras a casa del trabajo y… —el silencio volvió a apoderarse de Manuelito.
—¿Y?, —le preguntó su padre inquieto—. ¿Qué sucede?
Manuelito lo miró con un rictus en la boca y le dijo con temor:
—¡No!, sólo que había pensando, que tal vez, a lo mejor, por tu trabajo, bueno, no podrías llevarme, y lo comprendería…, de verdad que lo comprendería papi.
—Pues no, Manuel. Iremos como te prometí al Circo, y no quiero que te preocupes por mi trabajo, por eso ya me preocupo yo.
El padre de Manuelito fue hasta el comedor e hizo una llamada a su oficina:
—¿Señor Gregorio?, le llamo para comunicarle que mañana no podré ir al trabajo. Sí, señor, tengo que hacer algo que no puedo postergar. Claro, señor. Gracias.
—Bueno, Manuelito, ya está todo solucionado. Mañana iremos al Circo, los dos juntos, como te prometí.
—¡Gracias papá, eres el mejor! —gritó Manuelito revoloteando alrededor de su padre como una mariposa sedienta de polen.
Aquella noche Manuelito no pudo dormir por los nervios. Su mente era un hervidero de sensaciones, de pensamientos e imaginaciones de todo tipo. No sabía muy bien qué podría esperar del Circo, pero seguro que sería algo magnífico, una cosa maravillosa, tanto que su padre había pedido un día libre para llevarlo. Aquello le confirmaba que el Circo sería lo más importante que le había sucedido en su corta vida. Dio un par de vueltas en la cama hasta que al final el sueño lo venció.
Fue el primero en levantarse, y gritar a pleno pulmón: ¡Nos vamos al Circo, mami, nos vamos al Circo! Su madre intentó calmar la excitación del muchacho, pero no puedo, el Circo era para el niño como ir a la luna, visitar las pirámides en Egipto, ser Tarzán de los monos en la gran pantalla. Desayunaron en la mesa de la cocina, como todos los días, aunque esta vez Manuelito desayunó menos que de costumbre, lo que le costó una regañina de su madre, pero pensó para sus adentros: “no importa, sólo es un día, y el Circo lo merece todo, cualquier sacrificio es poco”
Como Manuelito pensaba, el Circo merecía cualquier sufrimiento; intuía que aquello le cambiaría la vida, cosa que así fue.
            —¿Nos vamos hijo?
            —Sí, papá. Si estás listo, yo estoy impaciente por marcharnos.
            —Pues, adelante, muchacho.
            —¡Síii! —grito el muchacho dando saltos delante del padre como un caniche amaestrado.
            Al llegar a la gran carpa, la multitud ya se agolpaba con impaciencia. Los padres con sus hijos miraban con curiosidad creciente todo lo que les rodeaba y Manuelito y su padre no eran menos. Los ojos del niño intentaban retener todo lo que veían, los colores, los olores, las sensaciones que pugnaban por apoderarse de una parte de su cerebro. “El Circo es un lugar maravilloso”, pensó Manuelito cuando su padre lo empujó hacia la entrada de la gran carpa.
            Una vez sentados en sus asientos de madera, la función dio comienzo. Un foco iluminó la pista central y el director de escena; un hombrecillo vestido con esmoquin rojo, pantalones negros, botas de montar altas y un graciosísimo sombrero de copa negro que seguramente coronaba una cabeza calva. Dio dos pasos cortos, se cuadró y agitándose con nerviosismo e inició su ritual. Agarró un micrófono brillante que descendió de las alturas, carraspeó un par de veces y comenzó con su perorata circense:  
            —¡Señoras y señores, niños y niñas, público en general y seres diminutos en particular —hizo una pausa muy estudiada, para crear la expectación deseada y continuó con su charla fácil—. Ustedes verán en este nuestro Circo, que ahora mismo es también el suyo; a la mujer barbuda, al hombre más fuerte el del mundo, a los jinetes más expertos. Sin olvidarnos de los payasos, trapecistas, domadores de leones… ¡Y ahora! —gritó— ¡el gran elefanteee africanooo!
            Manuelito comía sus palomitas de maíz sin llegar a perder detalle; observaba cómo los payasos hacían reír a todo el mundo en el centro de la pista con sus locas cabriolas. Las risas primero se silencio y después fueron sustituidas por un descomunal ¡Ohhh!, al ver cómo entraba en la pista central el gran elefante africano. Al verlo, los niños se quedaron boquiabiertos de admiración, mientras los padres se preocupaban por si el animal escapaba al control de su domador. Si eso ocurría la muerte era más que segura.
            Manuelito miró a su padre con el rabillo del ojo y le preguntó:
            —¿Es muy fuerte, papi?
            —Sí, Manuelito, muy fuerte. Con su fuerza es capaz de arrancar con un solo movimiento de su trompa la carpa de este magnífico Circo.
            —¿Tan fuerte es papi?
            —Sí, hijo mío. El elefante es uno de los animales más poderosos de la tierra. Tiene la fuerza de los antiguos titanes.
            —¿Es tan fuerte, papi? —le volvió a preguntar Manuelito incrédulo, porque él había leído en el colegio que los titanes era seres tan poderosos que se igualaban en fuerza y poder a los dioses del Olimpo.
            —Sí, muy fuerte.
            —¿Luego podremos verlo más de cerca, papi?
            —Eso no lo sé hijo. Tendremos que preguntarle al dueño del Circo. Cuando termine la función le diremos. Pero ahora mira, mira al elefante; ves cómo se pone a dos patas y las personas se cuelgan de él como si fuesen monitos amaestrados.
            —Sí, es maravilloso papi. Muchas gracias por traerme. Hoy es el mejor día de mi vida.
            —Me alegro muchísimo hijo. Para mí también está siendo un día memorable.
            —Es un momento mágico que estamos compartiendo papi. Es maravilloso estar aquí contigo. Espero que después podamos ir a ver al elefante.
—Seguro —le respondió su padre.
Una vez terminada la primera de las dos funciones del día. La gente comenzó a salir poco a poco de la carpa del Circo. Intentando asimilar las maravillas que habían visto. Los niños satisfechos, los padres encantados por haber recuperado, aunque fuese por dos horas, sensaciones pasadas, casi olvidadas en el reloj de su tiempo personal.
Manuelito y su padre se dirigieron a la parte posterior de la carpa, donde estaban los camiones del Circo y su gente.
—Buenos días —saludó el padre de Manuelito a un trapecista que estaba haciendo sus ejercicios de estiramiento—. ¿Sería usted tan amable de indicarme quién es el gerente del Circo, por favor?
—Allí, es aquel hombre, el del smoking rojo…—le indicó el trapecista con una sonrisa en los labios.
Se acercaron al hombre y el padre de Manuelito le preguntó:
—Buenos días, ¿podríamos ver al elefante africano, por favor? A mi hijo le encantaría verlo de cerca. ¿Podría ser?
El hombre lo escudriño con curiosidad, como si no hubiese entendido la pregunta que le habían formulado, después; con la misma calma fue recorriendo al padre hasta llegar al hijo. El niño lo miraba con ojillos intrigados, suplicantes y deseosos a partes iguales.
—¡Claro! —le respondió—, yo comprendo muy bien a estos chicos. A mí, sin ir más lejos, me pasó lo mismo cuando tendría más o menos su edad. Síganme; lo tenemos allá detrás.
Se aproximaron al lugar donde se encontraba el elefante.
—¿Papi por qué está atado el elefante?
—Bueno, hijo, es normal. Tienes que pensar que este animal es capaz de arrancar la carpa del Circo en un abrir y cerrar de ojos. Es un animal muy fuerte. Por eso, lo tienen atado.
—Pero, no lo entiendo —le dijo Manuelito, con aire abatido.
—¿Qué no entiendes, hijo?
—No puede ser, papi. Me has mentido. No puede ser tan fuerte como dices.
—¿Por qué dices eso? Sabes que no debes hablar así. Yo nunca te he mentido. Esas palabras son muy duras, hijo.
—Lo sé, papi. Pero me has mentido.
—¿En qué te he mentido? No sé, por qué dices eso, la verdad.
—Porque papi, ¿no ves esa estaca?
—Sí, la veo. ¿Y?
—No ves que es minúscula. No entiendo por qué si es un animal tan fuerte no puede soltarse de esa cosita tan pequeña.
El padre de Manuelito lo miró con severidad y le dijo:
—Hijo, no debes hablar nunca más así.
—Pero, papi…
—No hay peros que valgan. Hijo, hablas cosas que no sabes.
—Sí, pero, papi. Esa estaca es muy pequeña, incluso yo podría arrancarla de la tierra. Y si es tan fuerte como dices…
—Manuel, como ya te he dicho, no debes hablar así, y menos sin saber lo que estás diciendo. La realidad no es siempre lo que parece.
—Lo siento, papi. Pero sigo sin comprender la razón por la que el elefante no puede soltarse de esa estaca tan pequeña.
—Te lo voy a explicar, hijo. Ahora sólo ves a un animal muy grande, ¿verdad?
—Sí, papi.
—Bien. Pero no has pensado que este elefante, lo mismo que tú, también fue pequeño.
—Sí, claro. Eso lo sé…
—Y no has pensado, antes de decirme que te mentía, que lo mismo que te pasará a ti; es decir, que crecerás y te harás un hombre. El elefante fue también una cría pequeñita de elefante. Un elefantito atado a una estaca parecida a la que tiene ahora mismo en la pata trasera.
—No, papi. No llegué a pensar en eso. Sólo vi que un animal tan grande y poderoso no podía soltarse de algo tan pequeño.
—Eso hijo, es lo que todo el mundo vería; pero como ya te he dicho muchas veces, no todo lo que vemos es en realidad lo que es. Siempre debemos mirar más allá de las cosas. Y pensar antes de decir palabras tan crueles como las que tú me has dicho. Porque como te explicaba, este magnífico animal, antes fue una cría, un bebito de elefante. Y cada día, cuando era así de pequeñito (su padre le señaló el tamaño del animal con las manos), con sus cortas fuerzas intentó e intentó, una y otra vez, soltarse de una estaca tan diminuta como la que ves ahora en su pata, pero no pudo. Aunque él lo ansiaba con todas sus fuerzas, no pudo soltarse. Sólo deseaba una cosa en la vida, sólo una: liberarse de su atadura, de su estaca, sin embargo, no podía y esa realidad tan cruel, su realidad, en la que no conseguía librarse de la estaca, fue la que se le quedó grabada a fuego en su cerebro infantil. Así que, no debes extrañarte que este poderoso animal ni siquiera intente desengancharse de su estaca; porque para él es el lastre más poderoso y pesado del mundo. Porque él cree que nunca podrá arrancarla. Aunque ponga en ello toda la fuerza de la que es capaz. Ese es el primero de los errores del elefante, el no volver a intentarlo. El segundo, el creerse incapaz de deshacerse de algo tan ínfimo. Y es algo normal, Manuelito, a nosotros nos pasa lo mismo, tenemos demasiadas estacas en nuestro camino. Estacas de las que debemos soltarnos, pero que lo mismo que el elefante con toda su fuerza no podemos, no porque no lo deseemos, sino porque no logramos hacernos conscientes que podemos hacerlo. ¿Lo has comprendido, hijo?
Manuelito miró a su padre con todo el orgullo y el amor que había en su corazón y le respondió:
—Sí, papi. Ahora sí. Y siento mucho haber dudado de ti.
—No importa. El ser humano es así, incrédulo por naturaleza. Pero espero que esto te sirva de lección. La mayoría de las veces, las cosas que vemos, no siempre se ajustan a la realidad que nosotros pensamos o creemos. Son proyecciones de lo que hemos reflexionado, deseado o supuesto. Sin embargo, siempre debes pensar en lo invisible; porque en la vida te encontrarás en situaciones parecidas, y no debes juzgar nunca una situación a la ligera, sin tener en cuenta todas las posibilidades.
—Gracias, papi.
—No, hijo. No te preocupes. Sólo debes recapacitar antes de decir algo que pueda herir a las personas que amas y tienes más cerca de tu corazón. Eso no es bueno ni para ti ni para los demás.
—No lo haré más, papi.

—Sabia decisión. Muy bien hijo. Ahora debemos irnos a casa, que tu madre debe estar preocupada por nosotros. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario